13 de diciembre de 2008

María e Iglesia

Sábado II de Adviento

Sermón 51, del Beato Isaac de Stella

El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos, y, siendo por naturaleza único, atrajo hacia sí muchos por la gracia, para que fuesen uno solo con el. Pues da poder para ser hijos de Dios a cuantos lo reciben.

Así pues, hecho hijo del hombre, hizo a muchos hijos de Dios. Atrajo a muchos hacia sí, único como es por su caridad y su poder: y todos aquellos que por la generación carnal son muchos, por la regeneración divina son uno solo con él.

Cristo es, pues, uno, formando un todo la cabeza y el cuerpo: uno nacido del único Dios en los cielos y de una única madre en la tierra; muchos hijos, a la vez que un solo Hijo.

Pues así como la cabeza y los miembros son un hijo a la vez que muchos hijos, asimismo María y la Iglesia son una madre y varias madres; una virgen y muchas vírgenes.

Ambas son madres, y ambas vírgenes; ambas concibieron sin voluptuosidad por obra del mismo Espíritu ambas dieron a luz sin pecado la descendencia de Dios Padre. María, sin pecado alguno, dio a luz la cabeza del cuerpo; la Iglesia, por la remisión de los pecados dio a luz el cuerpo de la cabeza. Ambas son la madre de Cristo, pero ninguna de ellas dio a luz al Cristo total sin la otra.

Por todo ello, en las Escrituras divinamente inspiradas se entiende con razón como dicho en singular de la virgen María lo que en términos universales se dice de la virgen madre Iglesia, y se entiende como dicho de la virgen madre Iglesia en general lo que en especial se dice de la virgen madre María; y lo mismo si se habla de una de ellas que de la otra, lo dicho se entiende casi indiferente y comúnmente como dicho de las dos.

También se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel.

Por eso dice la Escritura: Y habitaré en la heredad del Señor. Heredad del Señor que es universalmente la Iglesia, especialmente María y singularmente cada alma fiel. En el tabernáculo del vientre de María habitó Cristo durante nueve meses; hasta el fin del mundo, vivirá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia; y, por los siglos de los siglos, orará en el conocimiento y en el amor del alma fiel.

* * * * * * *

R/. Pondré mi morada entre vosotros y no os detestaré. Caminaré entre vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo.

V/. Vosotros sois templo del Dios vivo, así lo dijo Dios.

R/. Caminaré entre vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo.

Sta, Lucía, virgen y mártir


Dia 13 de Diciembre, Memoria


Con la claridad de tu mente iluminas la gracia de tu cuerpo

Del libro sobre la virginidad (Cap.12,68.74-75; 13,77-78: PL 16 [ed. 1845], 281.283.285-286) de San Ambrosio, obispo

Tú, una mujer del pueblo, una de entre la plebe, una de las vírgenes, que, con la claridad de tu mente, iluminas la gracia de tu cuerpo (tú que eres la que más propiamente puede ser comparada a la Iglesia), recógete en tu habitación y, durante la noche, piensa siempre en Cristo y espera su llegada en cualquier momento.

Así es como te deseó Cristo, así es como te eligió. Abre la puerta, y entrará, pues no puede fallar en su promesa quien prometió que entraría. Échate en brazos de aquel quien buscas; acércate a él, y serás iluminada; no lo dejes marchar, pídele que no se marche rápidamente, ruégale que no se vaya. Pues la Palabra de Dios pasa; no se la recibe con desgana, no se la retiene con indiferencia. Que tu alma viva pendiente de su palabra, sé constante en encontrar las huellas de la voz celestial, pues pasa velozmente.

Y, ¿qué es lo que dice el alma? Lo busco, y no lo encuentro; lo llamo, y no responde. No pienses que le desagradas si se ha marchado tan rápidamente después que tú le llamaste, le rogaste y le abriste la puerta; pues él permite que seamos puestos a prueba con frecuencia. ¿Y qué es lo que responde, en el Evangelio, a las turbas, cuando le ruegan que no se vaya? También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado. Y, aunque parezca que se ha ido, sal una vez más, búscale de nuevo.

¿Quién, sino la santa Iglesia, te enseñará la manera de retener a Cristo? Incluso ya te lo ha enseñado, si entiendes lo que lees: Apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo abracé, y ya no lo soltaré.

¿Con qué lazos se puede retener a Cristo? No a base de ataduras injustas, ni de sogas anudadas; pero sí con los lazos de la caridad, las riendas de la mente y el afecto del alma.

Si quieres retener a Cristo, búscalo y no temas el sufrimiento. A veces se encuentra mejor a Cristo en medio de los suplicios corporales y en las propias manos de los perseguidores.

Apenas los pasé, dice el Cantar. Pues, pasados breves instantes, te verás libre de los perseguidores y no estarás sometida a los poderes del mundo. Entonces Cristo saldrá a tu encuentro y no permitirá que durante un largo tiempo seas tentada.

La que de esta manera busca a Cristo y lo encuentra puede decir: Lo abracé, y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas. ¿Cuál es la casa de tu madre y su alcoba, sino lo más íntimo y secreto de tu ser?

Guarda esta casa, limpia sus aposentos más retirados, para que, estando la casa inmaculada, la casa espiritual fundada sobre la piedra angular, se vaya edificando el sacerdocio espiritual, y el Espíritu Santo habite en ella.

La que así busca a Cristo, la que así ruega a Cristo no se verá nunca abandonada por él; más aún, será visitada por él con frecuencia, pues está con nosotros hasta el fin del mundo.

* * * * * * *

R/. El Señor la hizo grata a sus ojos en el combate, pues fue gloriosa delante de Dios y de los hombres; delante de los fuertes hablaba con sabiduría: Y el Señor del universo la amó.

V/. Ésta es la virgen que preparó en su corazón una alegre morada para Dios.

R/. Y el Señor del universo la amó.

12 de diciembre de 2008

Eva y María

Viernes II de Adviento

Contra los herejes 5,19,1; 20,2; 21,1, de San Ireneo


El Señor vino y se manifestó en una verdadera condición humana que lo sostenía, siendo a su vez ésta su humanidad sostenida por él, y, mediante la obediencia del árbol de la cruz, llevó a cabo la expiación de la desobediencia cometida en otro árbol, al mismo tiempo que liquidaba las consecuencias de aquella seducción con la que había sido vilmente engañada la virgen Eva, ya destinada a un hombre, gracias a la verdad que el ángel evangelizó a la Virgen María, prometida también a un hombre.

Pues de la misma manera que Eva, seducida por las palabras del diablo, se apartó de Dios, desobedeciendo su mandato, así María fue evangelizada por las palabras del ángel, para llevar a Dios en su seno, gracias a la obediencia a su palabra. Y si aquélla se dejó seducir para desobedecer a Dios, ésta se dejó persuadir a obedecerle con lo que la Virgen María se convirtió en abogada de la virgen Eva.

Así, al recapitular todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza, pues declaró la guerra a nuestro enemigo, derrotó al que en un principio, por medio de Adán, nos había hecho prisioneros, y quebrantó su cabeza, como encontramos dicho por Dios a la serpiente en el Génesis: Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón.

Con estas palabras, se proclama de antemano que aquel que había de nacer de una doncella y ser semejante a Adán habría de quebrantar la cabeza de la serpiente. Y esta descendencia es aquella misma de la que habla el Apóstol en su carta a los Gálatas: La ley se añadió hasta que llegara el descendiente beneficiario de la promesa.

Y lo expresa aún con más claridad en otro lugar de la misma carta, cuando dice: Pero cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer. Pues el enemigo no hubiese sido derrotado con justicia si su vencedor no hubiese sido un hombre nacido de mujer. Ya que por una mujer el enemigo había dominado desde el principio al hombre, poniéndose en contra de él.

Por esta razón el mismo Señor se confiesa Hijo del hombre, y recapitula en sí mismo a aquel hombre primordial del que se hizo aquella forma de mujer: para que así como nuestra raza descendió a la muerte a causa de un hombre vencido, ascendamos del mismo modo a la vida gracias a un hombre vencedor.

* * * * * * *

R/. El ángel Gabriel fue enviado a la Virgen María, desposada con José, para anunciarle el mensaje; y la Virgen se asustó del resplandor. No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz, y se llamará Hijo del Altísimo.

V/. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre.

R/. Concebirás y darás a luz, y se llamará Hijo del Altísimo.

Santa María de Guadalupe, patrona de las Américas

Día 12 de Diciembre

Del Nicán Mopohua, del indígena Antonio Valeriano, s. XVI,


Un sábado de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, un indio de nombre Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía
a Tlatelolco, a tomar parte en el culto divino y a escuchar los mandatos de Dios. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac, amanecía, y escuchó que le llamaban de arriba del cerrillo:

«Juanito, Juan Dieguito.»

Él subió a la cumbre y vio a una señora de sobrehumana grandeza, cuyo vestido era radiante como el sol, la cual, con palabra muy blanda y cortés, te dijo:

«Juanito, el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que
se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. Ve al Obispo de México a manifestarle lo que mucho deseo. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo.»

Cuando llegó Juan Diego a presencia del Obispo don fray Juan de Zumárraga, religioso de san Francisco, éste pareció no darle crédito y le respondió:

«Otra vez vendrás y te oiré más despacio.»

Juan Diego volvió a la cumbre del cerrillo, donde la Señora del Cielo le estaba esperando, y le dijo:

«Señora, la más pequeña de mis hijas, niña mía, expuse tu mensaje al Obispo, pero pareció que no lo tuvo por cierto. Por lo cual te ruego que le encargues a alguno de
los principales que lleve tu mensaje para que le crean, porque yo soy sólo un hombrecillo.»

Ella le respondió:

«Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo y le digas que yo en persona, la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, soy quien te envío.»

Pero al día siguiente, domingo, el Obispo tampoco le dio crédito y le dijo que era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Y le despidió.

El lunes, Juan Diego ya no volvió. Su tío Juan Bernardino se puso muy grave y, por la noche, le rogó que fuera a Tlatelolco muy de madrugada a llamar un sacerdote que fuera a confesarle.

Salió Juan Diego el martes, pero dio vuelta al cerrillo y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no lo detuviera la Señora del Cielo. Mas ella le salió al encuentro a un lado del cerro y le dijo:

«Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo? No te aflija la enfermedad de tu tío. Está seguro de que ya sanó. Sube ahora, hijo mío, a la cumbre del cerrillo, donde hallarás diferentes flores; córtalas y tráelas a mi presencia.»

Cuando Juan Diego llegó a la cumbre, se asombró muchísimo de que hubiesen brotado tantas exquisitas rosas de Castilla, porque a la sazón encrudecía el hielo, y las
llevó en los pliegues de su tilma a la Señora del Cielo Ella le dijo:

«Hijo mío, ésta es la prueba y señal que llevarás al Obispo para que vea en ella mi voluntad. Tú eres mi embajador muy digno de confianza.»

Juan Diego se puso en camino, ya contento y seguro de salir bien. Al llegar a la presencia del Obispo, le dijo:

«Señor, hice lo que me ordenaste. La Señora del Cielo condescendió a tu recado y lo cumplió. Me despachó a la cumbre del cerrillo a que fuese a cortar varias rosas de Castilla, y me dijo que te las trajera y que a ti en persona te las diera. Y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad. Helas aquí: recíbelas.»

Desenvolvió luego su blanca manta, y, así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac.

La ciudad entera se conmovió, y venía a ver y a admirar su devota imagen y a hacerle oración, y, siguiendo el mandato que la misma Señora del Cielo diera a Juan Bernardino cuando le devolvió la salud, se le nombró, como bien había de nombrarse: «la siempre Virgen santa María de Guadalupe.»

* * * * * * *

R. Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura. * Déjame escuchar tu voz, permíteme ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante.

V. Y una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza.

R. Déjame escuchar tu voz, permíteme ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante.


11 de diciembre de 2008

Al amor quita el temor


Jueves II de Adviento

Sermón 147, de San Pedro Crisólogo



Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto.

Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador, y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que lo instruía piadosamente sobre el presente y lo consolaba con su gracia, respecto al futuro. Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre, y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo.

Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camina, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor.

Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso lo incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para que amase al padre de aquel combate, y no lo temiese.

Y así mismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo.

Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales

Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad.

El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir.

El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más?

El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos, si no iban a poder ver a Dios.

Moisés se atreve por ello a decir: "Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria".

Y otro dice también: "Déjame ver tu figura". Incluso lo mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de sus errores.

* * * * * * *

R/. Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, dice el Señor, y de Jerusalén, la ciudad que me elegí, os vendrá el auxilio. Al verlo se alegrará vuestro corazón.

V/. Traeré la salvación a Sión y mi honor será para Israel.

R/. Al verlo se alegrará vuestro corazón.

10 de diciembre de 2008

El Hijo es el Camino

Miércoles II de Adviento

Comentario sobre los salmos 109,1-3, de San Agustín, obispo


Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento.

El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos.

Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.

Prometió la salud eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la resurrección de los muertos. Esta ultima es como su promesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tampoco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prometido.

Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.

Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o arcángel sino a su Hijo único. Por medio de éste había de mostrarnos y ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.

Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él.

Debía, pues, ser anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.

Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.

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Miramos a los mártires con santo gozo


Memoria de Santa Eulalia de Mérida, virgen y martir

Día 10 de Diciembre

Tratado sobre los apóstatas (Cap 2, PL 4,479-480) de San Cipriano, obispo y mártir


Miramos a los mártires con gozo de nuestros ojos, y los besamos y abrazamos con el más santo e insaciable afecto, les son ilustres por la fama de su nombre y gloriosos por los méritos de su fe y valor. Ahí está la cándida cohorte de soldados de Cristo que, dispuestos para sufrir la cárcel armados para arrostrar la muerte, quebrantaron, con su irresistible empuje, la violencia arrolladora de los golpes la persecución.

Rechazasteis con firmeza al mundo, ofrecisteis a Dios magnífico espectáculo y disteis a los hermanos ejemplo para seguirlo. Las lenguas religiosas que habían declarado anteriormente su fe en Jesucristo lo han confesado de nuevo; aquellas manos puras que no se habían acostumbrado sino a obras santas se han resistido a sacrificar sacrílegamente; aquellas bocas santificadas con el manjar del cielo han rehusado, después de recibir el cuerpo y la sangre del Señor, mancharse con las abominables viandas ofrecidas a los ídolos; vuestras cabezas no se han cubierto con el velo impío e infame que se extendía sobre las cabezas de los viles sacrificadores; vuestra frente, sellada con el signo de Dios, no ha podido ser ceñida con la corona del diablo, se reservó para la diadema del Señor.

¡Oh, con qué afectuoso gozo os acoge la madre Iglesia, veros volver del combate! Con los héroes triunfantes, vienen las mujeres que vencieron al siglo a la par que a su sexo. Vienen, juntos, las vírgenes, con la doble palma de su heroísmo, y los niños que sobrepasaron su edad con su valor. Os sigue luego, por los pasos de vuestra gloria, el resto de la muchedumbre de los que se mantuvieron firmes, y os acompaña muy de cerca, casi con las mismas insignias de victoria.

También en ellos se da la misma pureza de corazón, la misma entereza de una fe firme. Ni el destierro que estaba prescrito, ni los tormentos que les esperaban, ni la pérdida del patrimonio, ni los suplicios corporales les aterrorizaron, porque estaban arraigados en la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las enseñanzas del Evangelio.

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R/. La santa virgen Eulalia, en medio de los tormentos, decía: «He aquí que escriben tu nombre en mi cuerpo, Señor. Cuán agradable es leer estas letras que señalan, oh Cristo, tu victorias.»
V/. «La misma púrpura de mi sangre habla de tu santo nombre.
R/. Cuán agradable es leer estas letras que señalan, oh Cristo, tu victorias.»

9 de diciembre de 2008

Índole escatológica de la Iglesia peregrinante

Martes II Semana de Adviento

Lumen Gentium 48, del Concilio Vaticano II


La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección, sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero -que está íntimamente unido al hombre y por él alcanza su fin- será perfectamente renovado en Cristo.

Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; habiendo resucitado de entre los muertos, envió su Espíritu vivificador sobre sus discípulos, y por él constituyó a su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación. Ahora, sentado a la diestra del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia, y por ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa.

Por tanto, la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que, con la esperanza de los bienes futuros, llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y trabajamos por nuestra salvación.

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza verdaderamente a realizarse, en cierto modo, en el siglo presente, pues la Iglesia, ya en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

Y hasta que lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que tendrá su morada la justicia, la Iglesia peregrinante -en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo- lleva consigo la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas, que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios.

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San Juan Diego Cuahtlatoatzim


Día 9 de Diciembre,
Memoria

Del Decreto de canonización (31 de julio de 2002)de Juan Pablo II, papa»


Exaltó a los humildes» (Lc 1, 52). La mirada de Dios Padre se posó en el humilde indio mexicano, Juan Diego, a quien enriqueció con el don de renacer en Cristo, de contemplar el rostro de María Santísima y de aportar su colaboración para la evangelización de todo el Continente Americano. De lo que se colige cuán ciertas son las palabras con las que el Apóstol Pablo nos enseña la pedagogía divina de realizar su salvación:

«Dios elige a lo innoble y despreciable del mundo, a lo que no es para destruir a lo que es, para que ninguna carne se gloríe en presencia de Dios.» (1 Cor. 2, 28-29). Este bienaventurado, a quien se le asigna el nombre de Cuauhtlatoatzin, que quiere decir «águila que habla», nació en torno al año 1474 en Cuauhtitlan, cabe al Reino de Texcoco. Siendo ya adulto y unido en matrimonio, abrazó el Evangelio y, juntamente con su esposa, fue purificado con el agua bautismal, proponiéndose vivir bajo la luz de la fe y de acuerdo a las obligaciones asumidas ante Dios y la Iglesia.

El mes de diciembre del año 1531, yendo de camino hacia el sitio llamado Tlaltelolco, tuvo la aparición de la verdadera Madre de Dios, quien la mandó que solicitara del Obispo de México la edificación de un templo en el lugar de la aparición. El Obispo, atendiendo a sus instancias, le pidió una prueba evidente de ese admirable suceso. El día 12 de diciembre la Santísima Virgen María se le apareció de nuevo, lo consoló y le mandó que subiera a la cumbre de la del Tepeyac, y que ahí reuniera flores y que se las trajese. Aunque el frío invernal y la aridez del sitio hacían eso imposible, el bienaventurado encontró flores bellísimas, que colocó en su tilma y llevó a la Virgen. Esta le ordenó que las llevara al Obispo como prueba de la verdad. Ante él, Juan Diego desplegó su capa y permitió que cayeran las flores y, en ese momento, apareció en su tejido, maravillosamente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde ese momento se convirtió en el centro espiritual de la nación.

Construido el templo en honor de la Reina de los Cielos, el bienaventurado, movido por su piedad, dejó todo y dedicó su vida a cuidar esa pequeña ermita y a acoger a los peregrinos. Recorrió el camino de la Santidad en la caridad y oración, sacando fuerzas del banquete eucarístico de Nuestro Redentor, del culto a su Madre Santísima, de la comunión con la Santa Iglesia y de la obediencia a los Sacros Pastores. Cuantos lo conocieron quedaron maravillados del esplendor de sus virtudes, sobre todo de su fe, caridad, humildad y desprecio de las cosas terrenales.

Juan Diego observó fielmente el Evangelio en la simplicidad de la vida cotidiana, del todo conciente de que Dios no hace distinción de razas ni culturas y que a todos invita a convertirse en sus hijos. De este modo, el bienaventurado facilitó el camino para que todas las etnias indígenas de México y del Nuevo Mundo se incorporasen a Cristo y la Iglesia. Anduvo siempre con Dios hasta el día supremo, en 1548, en que lo llamó consigo. Su memoria, siempre asociada a la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, superó los siglos y ha alcanzado diversas regiones del Orbe.

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R/.
Dios escoge lo débil del mundo para confundir a lo fuerte; lo que no es, para que no se gloríe carne alguna ante su Rostro.
V/. Manifestó el poder de su brazo y exaltó a los humildes
R/. Para que no se gloríe carne alguna ante su Rostro.

La Iglesia, peregrina

Martes II Semana del Adviento

De Lumen Gentium 48, Vaticano II

La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección, sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero -que está íntimamente unido al hombre y por él alcanza su fin- será perfectamente renovado en Cristo.

Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; habiendo resucitado de entre los muertos, envió su Espíritu vivificador sobre sus discípulos, y por él constituyó a su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación. Ahora, sentado a la diestra del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia, y por ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa.

Por tanto, la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que, con la esperanza de los bienes futuros, llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y trabajamos por nuestra salvación.

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza verdaderamente a realizarse, en cierto modo, en el siglo presente, pues la Iglesia, ya en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

Y hasta que lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que tendrá su morada la justicia, la Iglesia peregrinante -en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo- lleva consigo la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas, que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios.

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R/. Aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa.

V/. Llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios.

R/. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa.

8 de diciembre de 2008

El Misterio de Dios ya ha sido revelado

Lunes II de Adviento

Del tratado Subida al monte Carmelo (Libro 2, cap. 22, núms. 3-4) de San Juan de la Cruz


La principal causa por la cual en la ley antigua eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revelaciones de Dios, era porque entonces no estaba aún fundada la fe ni establecida la ley evangélica; y así, era menester que preguntasen a Dios y que él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque todo lo que respondía y hablaba y obraba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o enderezadas a ella. Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué él hable ya ni responda como entonces.

Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es una Palabra suya, que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar.

Y éste es el sentido de aquella autoridad, con que san Pablo quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y maneras, ahora a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez.

En lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha quedado ya como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos el todo, que es su Hijo.

Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera: «Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o responder que sea más que eso, pon los ojos sólo en él; porque en él te lo tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.

Porque desde el día que bajé con mi espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Éste es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd, ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a el; oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles».R/. Irán pueblos numerosos diciendo: «Vamos a subir al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob. Nos enseñará sus caminos y caminaremos por sus sendas.»

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R/. Irán pueblos numerosos diciendo: «Vamos a subir al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob. Nos enseñará sus caminos y caminaremos por sus sendas.»
V/. «Va a venir el Mesías, el Cristo, cuando venga, él nos lo dirá todo.
R/. Nos enseñará sus caminos y caminaremos por sus sendas.»



¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!

Solemnidad de la Inmaculada concepción de María
Día 8 de Diciembre

Sermón 52: PL 158,955-956 de San Anselmo, obispo

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio honradas por el uso de los que alaban al Señor.

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas toda saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra de bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por criatura!

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!

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R/. Proclamad conmigo la grandeza del Señor; por su grande piedad para conmigo.
V/. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones.
R/. Por su grande piedad para conmigo.

Dios nos ha hablado en Cristo


Lunes II de Adviento

Subida al monte Carmelo 22, 3-4, de San Juan de la Cruz


La principal causa por la cual en la ley antigua eran lícitas las preguntas que se hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y revelaciones de Dios, era porque entonces no estaba aún fundada la fe ni establecida la ley evangélica; y así, era menester que preguntasen a Dios y que él hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figuras y semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque todo lo que respondía y hablaba y obraba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o enderezadas a ella. Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué él hable ya ni responda como entonces.

Porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es una Palabra suya, que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar.

Y éste es el sentido de aquella autoridad, con que san Pablo quiere inducir a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la ley de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y maneras, ahora a la postre, en estos días, nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez.

En lo cual da a entender el Apóstol, que Dios ha quedado ya como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos el todo, que es su Hijo.

Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera: "Si te tengo ya hablado todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra cosa que te pueda revelar o responder que sea más que eso, pon los ojos sólo en él; porque en él te lo tengo puesto todo y dicho y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.

Porque desde el día que bajé con mi espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo: Éste es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd, ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a el; oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiéndoos a Cristo; y si me preguntaban, eran las preguntas encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles".

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Preparad un camino al Señor

Domingo II de Adviento

Sobre Isaías 40, de Eusebio de Cesarea


Una voz grita en el desierto: "Preparad un camino al Señor, allanad una calzada para nuestro Dios". El profeta declara abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.

Y todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él, mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo.

Todo esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos de Dios y los profetas.

Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén. Estas expresiones de los antiguos profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas: ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista sigue coherentemente la mención de los evangelistas.

¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico, escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión?

Y esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre, anuncie la palabra de salvación. ¿Y quién es el que evangeliza sino el coro apostólico? ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra.





7 de diciembre de 2008

San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia

día 7 de Diciembre, Memoria

(Carta 2,1-2.4-5.7: PL 16 [edición 1845], 847-881) de San Ambrosio


Anunciar el Evangelio del Señor Jesús

Recibiste el oficio sacerdotal y, sentado a la popa de la Iglesia, gobiernas la nave contra el embate de las olas. Sujeta el timón de la fe, para que no te inquieten las violentas tempestades de este mundo. El mar es, sin duda, ancho y espacioso, pero no temas: Él la fundó sobre los mares, el la afianzó sobre los ríos.

Por consiguiente, la Iglesia del Señor, edificada sobre la roca apostólica, se mantiene inconmovible entre los escollos del mundo y, apoyada en tan sólido fundamento, persevera firme contra los golpes de las olas bravías. Se ve rodeada por las olas, pero no resquebrajada, y, aunque muchas veces los elementos de este mundo la sacudan con gran estruendo, cuenta con el puerto segurísimo de la salvación para acoger a los fatigados navegantes. Sin embargo, aunque se agite en la mar, navega también por los ríos, tal vez aquellos ríos de los que afirma el salmo: Levantan los ríos su voz. Son los ríos que manarán de las entrañas de aquellos que beban la bebida de Cristo y reciban el Espíritu de Dios. Estos ríos, cuando rebosan de gracia espiritual, levantan su voz.

Hay también una corriente viva que, como un torrente corre por sus santos. Hay también el correr del río que alegra al alma tranquila y pacífica. Quien quiera que reciba de la plenitud de este río, como Juan Evangelista, Pedro o Pablo, levanta su voz; y, del mismo modo que los apóstoles difundieron hasta los últimos confines del orbe la voz de la predicación evangélica, también el que recibe de este río comenzará a predicar el Evangelio del Señor Jesús.

Recibe también tú de la plenitud de Cristo, para que tu voz resuene. Recoge el agua de Cristo, esa agua que alaba al Señor. Recoge el agua de los numerosos lugares en que la derraman esas nubes que son los profetas.

Quien recoge el agua de los montes, o la saca de los manantiales, puede enviar su rocío como las nubes. Llena el seno de tu mente, para que tu tierra se esponje y tengas la fuente en tu propia casa.

Quien mucho lee y entiende se llena, y quien está lleno puede regar a los demás; por eso dice la Escritura: Si las nubes van llenas, descargan la lluvia sobre el suelo.

Que tus predicaciones sean fluidas, puras y claras, de modo que, en la exhortación moral, infundas la bondad a la gente, y el encanto de tu palabra cautive el favor de pueblo, para que te siga voluntariamente a donde lo conduzcas.

Que tus discursos estén llenos de inteligencia. Por lo que dice Salomón: Armas de la inteligencia son los labios del sabio, y, en otro lugar: Que el sentido ate tus labios, es decir: que tu expresión sea brillante, que resplandezca tu inteligencia, que tu discurso y tu exposición no necesite sentencias ajenas, sino que tu palabra sea capaz de defenderse con sus propias armas; que, en fin, no salga de tu boca ninguna palabra inútil y sin sentido.

¡Preparad un camino al Señor!

Domingo II de Adviento

Comentario sobre Isaías 40, de Eusebio de Cesarea


Una voz grita en el desierto: «Preparad un camino al Señor, allanad una calzada para nuestro Dios». El profeta declara abiertamente que su vaticinio no ha de realizarse en Jerusalén, sino en el desierto; a saber, que se manifestará la gloria del Señor, y la salvación de Dios llegará a conocimiento de todos los hombres.

Y todo esto, de acuerdo con la historia y a la letra, se cumplió precisamente cuando Juan Bautista predicó el advenimiento salvador de Dios en el desierto del Jordán, donde la salvación de Dios se dejó ver. Pues Cristo y su gloria se pusieron de manifiesto para todos cuando, una vez bautizado, se abrieron los cielos y el Espíritu Santo descendió en forma de paloma y se posó sobre él, mientras se oía la voz del Padre que daba testimonio de su Hijo: Éste es mi Hijo, el amado; escuchadlo.

Todo esto se decía porque Dios había de presentarse en el desierto, impracticable e inaccesible desde siempre. Se trataba, en efecto, de todas las gentes privadas del conocimiento de Dios, con las que no pudieron entrar en contacto los justos de Dios y los profetas.

Por este motivo, aquella voz manda preparar un camino para la Palabra de Dios, así como allanar sus obstáculos y asperezas, para que cuando venga nuestro Dios pueda caminar sin dificultad. Preparad un camino al Señor: se trata de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres.

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén. Estas expresiones de los antiguos profetas encajan muy bien y se refieren con oportunidad a los evangelistas: ellas anuncian el advenimiento de Dios a los hombres, después de haberse hablado de la voz que grita en el desierto. Pues a la profecía de Juan Bautista sigue coherentemente la mención de los evangelistas.

¿Cuál es esta Sión sino aquella misma que antes se llamaba Jerusalén? Y ella misma era aquel monte al que la Escritura se refiere cuando dice: El monte Sión donde pusiste tu morada; y el Apóstol: Os habéis acercado al monte Sión. ¿Acaso de esta forma se estará aludiendo al coro apostólico, escogido de entre el primitivo pueblo de la circuncisión?

Y esta Sión y Jerusalén es la que recibió la salvación de Dios, la misma que a su vez se yergue sublime sobre el monte de Dios, es decir, sobre su Verbo unigénito: a la cual Dios manda que, una vez ascendida la sublime cumbre, anuncie la palabra de salvación. ¿Y quién es el que evangeliza sino el coro apostólico? ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra.

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R/. Vino el precursor del Señor, acerca del cual testificó éste: «No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista.»
V/. Él es un profeta, y más que profeta; de él afirmó el Salvador:
R/. «No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista.»