10 de abril de 2009

La cruz, árbol de vida

10 de Abril, Viernes Santo del 2009

Homilía 6 sobre la creación del mundo. 5-6, de
Severiano de Gabala (?-hacia 408), Obispo en Siria

Había un árbol en medio del paraíso. La serpiente se sirvió de él para engañar a nuestros primeros padres. Fijaos en esta cosa sorprendente: para abusar del hombre la serpiente recurrirá a un sentimiento inherente a su naturaleza. El Señor, al modelar al hombre puso en él, además de un conocimiento general del universo, el deseo de Dios. Desde que el demonio descubrió este ardoroso deseo, dio al hombre: «Seréis como dioses (Gn 3,5). Ahora no sois más que unos hombres y no podéis estar siempre con Dios; pero si llegáis a ser dioses, estaréis siempre con él»... Es decir, es el deseo de ser igual a Dios que sedujo a la mujer..., ella comió e indujo al hombre a hacer lo mismo... Ahora bien, después de la falta «Adán oyó la voz del Señor que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa» (Gn 3,8)... ¡Bendito sea el Dios de los santos por haber visitado a Adán hacia el atardecer! Y todavía volverlo a visitar ahora, hacia el atardecer, sobre la cruz.

Porque es precisamente a la misma hora en la que Adán había comido que el Señor sufrió su pasión, a esas horas marcadas por la falta y el juicio, es decir, entre la hora sexta y la hora novena. A la hora sexta Adán comió según la ley de la naturaleza; seguidamente se escondió. Hacia el atardecer, Dios vino a él.

Adán había deseado ser Dios; había deseado una cosa imposible. Cristo llenó este deseo. Le dice: «Has querido llegar a ser lo que no podías ser; pero yo deseo ser hombre, y lo puedo ser. Dios hace todo lo contrario de lo que tú has hecho dejándote seducir. Has deseado lo que estaba por encima de tu alcance; yo tomo lo que está por debajo de mi. Has deseado ser igual a Dios; yo quiero llegar a ser el igual del hombre... Has deseado llegar a ser Dios y no has podido. Yo me hago hombre para hacer posible lo que era imposible». Sí, es precisamente para eso que Dios vino. Él mismo da testimonio de ello a sus apóstoles: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros» (Lc 22,15)...Vino hacia el atardecer y dijo: «Adán ¿dónde estás?» (Gn 3,9)... El que vino a padecer es el mismo que bajó al paraíso.



7 de abril de 2009

Las negaciones de Pedro

Día 7 de Abril, Martes Santo del 2009

San Romanos el Melódico (?- hacia 560), compositor de himnos

Buen pastor que has dado tu vida por tus ovejas (Jn 10,11), apresúrate, tú, el santo, salva a tu rebaño...
Después de la cena Cristo dijo: «Hijos míos, mis amados discípulos, esta noche me negaréis todos y huiréis» (cf Jn 16,32). Y como todos estaban sobrecogidos de estupor, Pedro exclamó: «Aunque todos te nieguen, yo no te negaré. Yo estaré contigo, contigo moriré gritándote: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!».

«¿Qué dices, Maestro? ¿Negarte yo? Abandonarte yo y huir? ¿Y tu llamada, y el honor que me has hecho, no me acordaré de ello? Todavía me acuerdo de cómo me lavaste los pies, y ¿ahora dices; 'Me negarás'? Todavía te veo acercarte a mí trayendo tú una jofaina, tú que sostienes la tierra y llevas el cielo contigo. Con estas manos con las cuales he sido modelado acabas de lavar mis pies, ¿y declaras que caeré y ya no te gritaré más: Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño?»...

A estas palabras, el creador del hombre respondió a Pedro: «¿Qué es lo que me dices, Pedro, amigo mío? ¿Que tú no me negarás? ¿Que tú no me rechazarás? Tampoco yo lo quiero, pero tu fe es tambaleante, y no resistirás las tentaciones: ¿Te acuerdas cuando estuviste a punto de ahogarte si yo no te hubiera tendido la mano? Porque caminabas sin tambalear por encima del agua, pero tan pronto como dudaste empezaste a hundirte (Mt 14,28s). Entonces corrí hacia ti que gritabas: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!

«Desde ahora te digo: antes que cante el gallo, me traicionarás tres veces y dejando que, como las olas del mar, te golpeen por todas partes y sumerjan tu espíritu, me negarás tres veces. Tú, que antes habías gritado y ahora llorarás, ya no encontrarás mi mano para dártela como la primera vez: me serviré de ella para escribir una carta de perdón a favor de todos los descendientes de Adán. De mi carne que ves haré de ella un papel, y de mi sangre la tinta para escribir en ella el don que distribuyo sin dilación a los que me gritan: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!»


Pinturas del sacerdote artista P. Tomás Gómez

25 de febrero de 2009

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009


"Jesús, después de hacer un ayuno
de cuarenta días y cuarenta noches,
al fin sintió hambre".(Mat.4, 1-2)

¡Queridos hermanos y hermanas!

Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor: la oración, el ayuno y la limosna, para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón pascual).

En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2).

Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar.

Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98).

Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos -dijo- delante de nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y los perdonó.

En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia..

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios..

En la Constitución apostólica “Pænitemini” de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primero y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
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La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado “La utilidad del ayuno”, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc. “Deus caritas est”, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño.

Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia – Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención".

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. Enc. “Veritatis Splendor”, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical.
Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, “Causa nostræ laetitiæ”, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios".

Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.


9 de enero de 2009

¿Cómo llegó la luz a todo el mundo?

¡Dios en la tierra, Dios entre los hombres! Ya no es el Dios que da su ley en medio de relámpagos y truenos, al son de trompetas sobre la montaña humeante, en medio de espesos nubarrones (cf Ex 19,18), sino aquel que conversa con los humanos con dulzura y bondad, revestido de un cuerpo humano. ¡Dios en nuestra carne!...

¿Cómo llegó la luz a todo el mundo? ¿De qué manera la divinidad habita la carne? Como el fuego en el hierro...comunicándosele. Sin dejar lo que es, el fuego comunica al hierro su propio ardor. No por esto queda disminuido el fuego sino que llena por completo el hierro al que se comunica. Del mismo modo, Dios, el Verbo que “plantó su tienda entre nosotros” (cf Jn 1,14) no ha abandonado su ser. El Verbo que se hace carne no ha sufrido ningún cambio. El cielo no está privado de aquel que lo contiene en si...

Entra del todo en el misterio: Dios ha venido en carne para dar muerte a la muerte que se escondía en la carne. Del mismo modo que los medicamentos nos curan cuando son asimilados por el cuerpo, del mismo modo que la oscuridad de una casa se desvanece al encender una luz, así la muerte que nos tenía en su poder ha sido anihilada por la venida de nuestro Dios. Del mismo modo que el hielo formado durante la noche se derrite con el calor del sol, así la muerte ha gobernado hasta la venida de Cristo. Pero, cuando el Sol de justicia se levanta (Ml 3,20) la muerte ha sido engullida en la victoria (1Cor 15,4). No podía soportar la presencia de la vida verdadera...

Demos gloria con los pastores, cantemos y dancemos en coro con los ángeles, “porque nos ha nacido un Salvador que es Cristo el Señor.” (Lc 2,11)... Celebremos la salvación del mundo, el día del nacimiento de la humanidad.

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8 de enero de 2009

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo

San Juan Crisóstomo (hacia 345-407), presbítero de Antioquía y más tarde obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia.
Homilía sobre el evangelio de san Juan



«Este es el Cordero de Dios» dice Juan Bautista. El mismo Jesús no dice nada; es Juan quien lo dice todo. El esposo acostumbra a actuar así; no dice nada a la esposa, sino que se presenta y se mantiene en silencio. Son otros los que le anuncian y lo presentan a la esposa. Cuando ella aparece, no es el mismo esposo quien la toma sino que la recibe de manos de otro. Pero después que la ha recibido de otro, se une tan estrechamente a ella que hace que ésta ya no se acuerde más de aquellos que ha dejado para seguirle.

Es lo que pasó respecto a Jesucristo. Vino para desposarse con la humanidad; no dio nada de sí mismo, no hizo más que presentarse. Es Juan, el amigo del Esposo, que ha puesto en sus manos la mano de la Esposa, es decir, el corazón de los hombres que persuadió con su predicación. Entonces Jesucristo los recibió y les colmó de tal cantidad de bienes que ya no regresaron al que les había conducido hasta él... Levantó a su Esposa de su condición tan humilde para conducirla a la casa de su Padre...

Es Juan, el amigo del Esposo, el único que estuvo presente en estas bodas; es él quien entonces lo hizo todo; dándose cuenta de que Jesús llegaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios». Con ello demostró que no es solamente a través de su voz, sino también por los ojos, que daba testimonio de la presencia del Esposo. Admiraba al Hijo de Dios y, contemplándolo, su corazón saltaba de gozo y de alegría. Antes de anunciarlo, le admira presente, y da a conocer el don que Jesús vino a traer: «Este es el Cordero de Dios». Es él, dice, que quita el pecado del mundo, y lo quita siempre, no tan sólo en el momento de la Pasión al sufrir por nosotros. Si bien no es más que una vez que ofrece su sacrificio por los pecados del mundo, este único sacrificio purifica para siempre los pecados de todos los hombres hasta el fin del mundo.

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7 de enero de 2009

Yo soy la voz que grita en el desierto

San Agustín (354-430), obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 293, 7º para la Natividad de Juan Bautista

Juan era la voz, pero «en el principio ya existía la Palabra» (Jn 1,1). Juan, una voz por un tiempo; Cristo, la Palabra desde el principio, la Palabra eterna. Quita la palabra, ¿qué es la voz? Allí donde no hay nada para comprender, hay un ruido vacío. La voz sin la palabra percute el oído, y no edifica el corazón.

Sin embargo, descubramos cómo las cosas se van encadenando en nuestro corazón que es lo que se trata de edificar: Si pienso en lo que debo decir, la palabra está ya en mi corazón; pero cuando te quiero hablar busco la manera de hacer pasar a tu corazón lo que ya tengo en el mío. Si busco, pues, cómo la palabra que ya está en mi corazón podrá unirse al tuyo y establecerse en tu corazón, me sirvo de la voz, y es con esta voz con la que te hablo: el sonido de la voz hace que llegue a ti la idea que está contenida en mi palabra. Entonces, es verdad, el sonido se pierde; pero la palabra que el sonido ha hecho llegar hasta ti está desde entonces en tu corazón sin haber abandonado el mío.

Cuando la palabra ha llegado hasta ti ¿no es verdad que el sonido parece decir, como Juan Bautista: «Él tiene que crecer y yo que menguar»? (Jn 3,30). El sonido de la voz ha resonado para hacer su servicio y después ha desaparecido como queriendo decir: «Esta alegría mía está colmada» (v.29). Retengamos, pues, la Palabra; no dejemos que se marche la Palabra concebida en lo más profundo del nuestro corazón.

5 de enero de 2009

Los tesoros de sabiduría ocultos en Cristo

Día 5 de Enero

Sermón 194,3-4, de San Agustín

¿Qué ser humano podría conocer todos los tesoros de sabiduría y de ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Porque, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza. Pues cuando asumió la condición mortal y experimentó la muerte, se mostró pobre: pero prometió riquezas para más adelante, y no perdió las que le habían quitado.

¡Qué inmensidad la de su dulzura, que escondió para que los que lo temen, y llevó a cabo para los que esperan en él!

Nuestro conocimientos son ahora parciales, hasta que se cumpla lo que es perfecto. Y para que nos hagamos capaces de alcanzarlo, él, que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios: y, convertido en hijo del hombre -él, que era único Hijo de Dios-, convirtió a muchos hijos de los hombres en hijos de Dios; y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la forma de Dios.

Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Pues ¿para qué son aquellos tesoros de sabiduría y de ciencia, para qué sirven aquellas riquezas divinas sino para colmarnos? ¿Y para qué la inmensidad de aquella dulzura sino para saciarnos? Muéstranos al Padre y nos basta.

Y en algún salmo, uno de nosotros, o en nosotros, o por nosotros, le dice: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria. Pues él y el Padre son una misma cosa: y quien lo ve a él ve también al Padre. De modo que el Señor, Dios de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Volviendo a nosotros, nos mostrará su rostro; y nos salvaremos y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Pero mientras eso no suceda, mientras no nos muestre lo que habrá de bastarnos, mientras no le bebamos como fuente de vida y nos saciemos, mientras tengamos que andar en la fe y peregrinemos lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de justicia y anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de Dios, celebremos con devota obsequiosidad el nacimiento de la forma de siervo.

Si no podemos contemplar todavía al que fue engendrado por el Padre antes que el lucero de la mañana, tratemos de acercarnos al que nació de la Virgen en medio de la noche. No comprendemos aún que su nombre dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Todavía no podemos contemplar al Único que permanece en su Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Todavía no estamos preparados para el banquete de nuestro Padre; reconozcamos al menos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

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R/. La vida se hizo visible, nosotros la hemos visto, y os anunciamos la vida eterna. Que estaba con el Padre y se nos manifestó.

V/. Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Verdadero y la vida eterna.

R/. Que estaba con el Padre y se nos manifestó.

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