10 de abril de 2009

La cruz, árbol de vida

10 de Abril, Viernes Santo del 2009

Homilía 6 sobre la creación del mundo. 5-6, de
Severiano de Gabala (?-hacia 408), Obispo en Siria

Había un árbol en medio del paraíso. La serpiente se sirvió de él para engañar a nuestros primeros padres. Fijaos en esta cosa sorprendente: para abusar del hombre la serpiente recurrirá a un sentimiento inherente a su naturaleza. El Señor, al modelar al hombre puso en él, además de un conocimiento general del universo, el deseo de Dios. Desde que el demonio descubrió este ardoroso deseo, dio al hombre: «Seréis como dioses (Gn 3,5). Ahora no sois más que unos hombres y no podéis estar siempre con Dios; pero si llegáis a ser dioses, estaréis siempre con él»... Es decir, es el deseo de ser igual a Dios que sedujo a la mujer..., ella comió e indujo al hombre a hacer lo mismo... Ahora bien, después de la falta «Adán oyó la voz del Señor que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa» (Gn 3,8)... ¡Bendito sea el Dios de los santos por haber visitado a Adán hacia el atardecer! Y todavía volverlo a visitar ahora, hacia el atardecer, sobre la cruz.

Porque es precisamente a la misma hora en la que Adán había comido que el Señor sufrió su pasión, a esas horas marcadas por la falta y el juicio, es decir, entre la hora sexta y la hora novena. A la hora sexta Adán comió según la ley de la naturaleza; seguidamente se escondió. Hacia el atardecer, Dios vino a él.

Adán había deseado ser Dios; había deseado una cosa imposible. Cristo llenó este deseo. Le dice: «Has querido llegar a ser lo que no podías ser; pero yo deseo ser hombre, y lo puedo ser. Dios hace todo lo contrario de lo que tú has hecho dejándote seducir. Has deseado lo que estaba por encima de tu alcance; yo tomo lo que está por debajo de mi. Has deseado ser igual a Dios; yo quiero llegar a ser el igual del hombre... Has deseado llegar a ser Dios y no has podido. Yo me hago hombre para hacer posible lo que era imposible». Sí, es precisamente para eso que Dios vino. Él mismo da testimonio de ello a sus apóstoles: «He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros» (Lc 22,15)...Vino hacia el atardecer y dijo: «Adán ¿dónde estás?» (Gn 3,9)... El que vino a padecer es el mismo que bajó al paraíso.



7 de abril de 2009

Las negaciones de Pedro

Día 7 de Abril, Martes Santo del 2009

San Romanos el Melódico (?- hacia 560), compositor de himnos

Buen pastor que has dado tu vida por tus ovejas (Jn 10,11), apresúrate, tú, el santo, salva a tu rebaño...
Después de la cena Cristo dijo: «Hijos míos, mis amados discípulos, esta noche me negaréis todos y huiréis» (cf Jn 16,32). Y como todos estaban sobrecogidos de estupor, Pedro exclamó: «Aunque todos te nieguen, yo no te negaré. Yo estaré contigo, contigo moriré gritándote: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!».

«¿Qué dices, Maestro? ¿Negarte yo? Abandonarte yo y huir? ¿Y tu llamada, y el honor que me has hecho, no me acordaré de ello? Todavía me acuerdo de cómo me lavaste los pies, y ¿ahora dices; 'Me negarás'? Todavía te veo acercarte a mí trayendo tú una jofaina, tú que sostienes la tierra y llevas el cielo contigo. Con estas manos con las cuales he sido modelado acabas de lavar mis pies, ¿y declaras que caeré y ya no te gritaré más: Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño?»...

A estas palabras, el creador del hombre respondió a Pedro: «¿Qué es lo que me dices, Pedro, amigo mío? ¿Que tú no me negarás? ¿Que tú no me rechazarás? Tampoco yo lo quiero, pero tu fe es tambaleante, y no resistirás las tentaciones: ¿Te acuerdas cuando estuviste a punto de ahogarte si yo no te hubiera tendido la mano? Porque caminabas sin tambalear por encima del agua, pero tan pronto como dudaste empezaste a hundirte (Mt 14,28s). Entonces corrí hacia ti que gritabas: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!

«Desde ahora te digo: antes que cante el gallo, me traicionarás tres veces y dejando que, como las olas del mar, te golpeen por todas partes y sumerjan tu espíritu, me negarás tres veces. Tú, que antes habías gritado y ahora llorarás, ya no encontrarás mi mano para dártela como la primera vez: me serviré de ella para escribir una carta de perdón a favor de todos los descendientes de Adán. De mi carne que ves haré de ella un papel, y de mi sangre la tinta para escribir en ella el don que distribuyo sin dilación a los que me gritan: ¡Apresúrate, tú el santo, salva a tu rebaño!»


Pinturas del sacerdote artista P. Tomás Gómez

25 de febrero de 2009

Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2009


"Jesús, después de hacer un ayuno
de cuarenta días y cuarenta noches,
al fin sintió hambre".(Mat.4, 1-2)

¡Queridos hermanos y hermanas!

Al comenzar la Cuaresma, un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso, la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor: la oración, el ayuno y la limosna, para disponernos a celebrar mejor la Pascua y, de este modo, hacer experiencia del poder de Dios que, como escucharemos en la Vigilia pascual, "ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos" (Pregón pascual).

En mi acostumbrado Mensaje cuaresmal, este año deseo detenerme a reflexionar especialmente sobre el valor y el sentido del ayuno. En efecto, la Cuaresma nos recuerda los cuarenta días de ayuno que el Señor vivió en el desierto antes de emprender su misión pública. Leemos en el Evangelio: "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre" (Mt 4,1-2).

Al igual que Moisés antes de recibir las Tablas de la Ley (cfr. Ex 34, 8), o que Elías antes de encontrar al Señor en el monte Horeb (cfr. 1R 19,8), Jesús orando y ayunando se preparó a su misión, cuyo inicio fue un duro enfrentamiento con el tentador.

Podemos preguntarnos qué valor y qué sentido tiene para nosotros, los cristianos, privarnos de algo que en sí mismo sería bueno y útil para nuestro sustento. Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él. Por esto, en la historia de la salvación encontramos en más de una ocasión la invitación a ayunar.

Ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura el Señor impone al hombre que se abstenga de consumir el fruto prohibido: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gn 2, 16-17). Comentando la orden divina, San Basilio observa que "el ayuno ya existía en el paraíso", y "la primera orden en este sentido fue dada a Adán". Por lo tanto, concluye: "El ‘no debes comer’ es, pues, la ley del ayuno y de la abstinencia" (cfr. Sermo de jejunio: PG 31, 163, 98).

Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor. Es lo que hizo Esdras antes de su viaje de vuelta desde el exilio a la Tierra Prometida, invitando al pueblo reunido a ayunar "para humillarnos -dijo- delante de nuestro Dios" (8,21). El Todopoderoso escuchó su oración y aseguró su favor y su protección. Lo mismo hicieron los habitantes de Nínive que, sensibles al llamamiento de Jonás a que se arrepintieran, proclamaron, como testimonio de su sinceridad, un ayuno diciendo: "A ver si Dios se arrepiente y se compadece, se aplaca el ardor de su ira y no perecemos" (3,9). También en esa ocasión Dios vio sus obras y los perdonó.

En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del ayuno, estigmatizando la actitud de los fariseos, que observaban escrupulosamente las prescripciones que imponía la ley, pero su corazón estaba lejos de Dios. El verdadero ayuno, repite en otra ocasión el divino Maestro, consiste más bien en cumplir la voluntad del Padre celestial, que "ve en lo secreto y te recompensará" (Mt 6,18). Él mismo nos da ejemplo al responder a Satanás, al término de los 40 días pasados en el desierto, que "no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). El verdadero ayuno, por consiguiente, tiene como finalidad comer el "alimento verdadero", que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34). Si, por lo tanto, Adán desobedeció la orden del Señor de "no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal", con el ayuno el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su bondad y misericordia..

La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana (cfr. Hch 13,3; 14,22; 27,21; 2Co 6,5). También los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno, capaz de frenar el pecado, reprimir los deseos del "viejo Adán" y abrir en el corazón del creyente el camino hacia Dios. El ayuno es, además, una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Escribe San Pedro Crisólogo: "El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica" (Sermo 43: PL 52, 320, 332).

En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo. Está claro que ayunar es bueno para el bienestar físico, pero para los creyentes es, en primer lugar, una "terapia" para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios..

En la Constitución apostólica “Pænitemini” de 1966, el Siervo de Dios Pablo VI identificaba la necesidad de colocar el ayuno en el contexto de la llamada a todo cristiano a no "vivir para sí mismo, sino para aquél que lo amó y se entregó por él y a vivir también para los hermanos" (cfr. Cap. I). La Cuaresma podría ser una buena ocasión para retomar las normas contenidas en la citada Constitución apostólica, valorizando el significado auténtico y perenne de esta antigua práctica penitencial, que puede ayudarnos a mortificar nuestro egoísmo y a abrir el corazón al amor de Dios y del prójimo, primero y sumo mandamiento de la nueva ley y compendio de todo el Evangelio (cfr. Mt 22,34-40).
Ri
La práctica fiel del ayuno contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a evitar el pecado y a acrecer la intimidad con el Señor. San Agustín, que conocía bien sus propias inclinaciones negativas y las definía "retorcidísima y enredadísima complicación de nudos" (Confesiones, II, 10.18), en su tratado “La utilidad del ayuno”, escribía: "Yo sufro, es verdad, para que Él me perdone; yo me castigo para que Él me socorra, para que yo sea agradable a sus ojos, para gustar su dulzura" (Sermo 400, 3, 3: PL 40, 708). Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios.

Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos. En su Primera carta San Juan nos pone en guardia: "Si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (3,17). Ayunar por voluntad propia nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina y socorre al hermano que sufre (cfr. Enc. “Deus caritas est”, 15). Al escoger libremente privarnos de algo para ayudar a los demás, demostramos concretamente que el prójimo que pasa dificultades no nos es extraño.

Precisamente para mantener viva esta actitud de acogida y atención hacia los hermanos, animo a las parroquias y demás comunidades a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la limosna. Este fue, desde el principio, el estilo de la comunidad cristiana, en la que se hacían colectas especiales (cfr. 2Co 8-9; Rm 15, 25-27), y se invitaba a los fieles a dar a los pobres lo que, gracias al ayuno, se había recogido (cfr. Didascalia Ap., V, 20,18). También hoy hay que redescubrir esta práctica y promoverla, especialmente durante el tiempo litúrgico cuaresmal.

Lo que he dicho muestra con gran claridad que el ayuno representa una práctica ascética importante, un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a nosotros mismos. Privarnos por voluntad propia del placer del alimento y de otros bienes materiales, ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana. Oportunamente, un antiguo himno litúrgico cuaresmal exhorta: "Utamur ergo parcius, / verbis, cibis et potibus, / somno, iocis et arctius / perstemus in custodia – Usemos de manera más sobria las palabras, los alimentos y bebidas, el sueño y los juegos, y permanezcamos vigilantes, con mayor atención".

Queridos hermanos y hermanas, bien mirado el ayuno tiene como último fin ayudarnos a cada uno de nosotros, como escribía el Siervo de Dios el Papa Juan Pablo II, a hacer don total de uno mismo a Dios (cfr. Enc. “Veritatis Splendor”, 21). Por lo tanto, que en cada familia y comunidad cristiana se valore la Cuaresma para alejar todo lo que distrae el espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo. Pienso, especialmente, en un mayor empeño en la oración, en la lectio divina, en el Sacramento de la Reconciliación y en la activa participación en la Eucaristía, sobre todo en la Santa Misa dominical.
Con esta disposición interior entremos en el clima penitencial de la Cuaresma. Que nos acompañe la Beata Virgen María, “Causa nostræ laetitiæ”, y nos sostenga en el esfuerzo por liberar nuestro corazón de la esclavitud del pecado para que se convierta cada vez más en "tabernáculo viviente de Dios".

Con este deseo, asegurando mis oraciones para que cada creyente y cada comunidad eclesial recorra un provechoso itinerario cuaresmal, os imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.


9 de enero de 2009

¿Cómo llegó la luz a todo el mundo?

¡Dios en la tierra, Dios entre los hombres! Ya no es el Dios que da su ley en medio de relámpagos y truenos, al son de trompetas sobre la montaña humeante, en medio de espesos nubarrones (cf Ex 19,18), sino aquel que conversa con los humanos con dulzura y bondad, revestido de un cuerpo humano. ¡Dios en nuestra carne!...

¿Cómo llegó la luz a todo el mundo? ¿De qué manera la divinidad habita la carne? Como el fuego en el hierro...comunicándosele. Sin dejar lo que es, el fuego comunica al hierro su propio ardor. No por esto queda disminuido el fuego sino que llena por completo el hierro al que se comunica. Del mismo modo, Dios, el Verbo que “plantó su tienda entre nosotros” (cf Jn 1,14) no ha abandonado su ser. El Verbo que se hace carne no ha sufrido ningún cambio. El cielo no está privado de aquel que lo contiene en si...

Entra del todo en el misterio: Dios ha venido en carne para dar muerte a la muerte que se escondía en la carne. Del mismo modo que los medicamentos nos curan cuando son asimilados por el cuerpo, del mismo modo que la oscuridad de una casa se desvanece al encender una luz, así la muerte que nos tenía en su poder ha sido anihilada por la venida de nuestro Dios. Del mismo modo que el hielo formado durante la noche se derrite con el calor del sol, así la muerte ha gobernado hasta la venida de Cristo. Pero, cuando el Sol de justicia se levanta (Ml 3,20) la muerte ha sido engullida en la victoria (1Cor 15,4). No podía soportar la presencia de la vida verdadera...

Demos gloria con los pastores, cantemos y dancemos en coro con los ángeles, “porque nos ha nacido un Salvador que es Cristo el Señor.” (Lc 2,11)... Celebremos la salvación del mundo, el día del nacimiento de la humanidad.

* * * * * * *

8 de enero de 2009

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo

San Juan Crisóstomo (hacia 345-407), presbítero de Antioquía y más tarde obispo de Constantinopla, doctor de la Iglesia.
Homilía sobre el evangelio de san Juan



«Este es el Cordero de Dios» dice Juan Bautista. El mismo Jesús no dice nada; es Juan quien lo dice todo. El esposo acostumbra a actuar así; no dice nada a la esposa, sino que se presenta y se mantiene en silencio. Son otros los que le anuncian y lo presentan a la esposa. Cuando ella aparece, no es el mismo esposo quien la toma sino que la recibe de manos de otro. Pero después que la ha recibido de otro, se une tan estrechamente a ella que hace que ésta ya no se acuerde más de aquellos que ha dejado para seguirle.

Es lo que pasó respecto a Jesucristo. Vino para desposarse con la humanidad; no dio nada de sí mismo, no hizo más que presentarse. Es Juan, el amigo del Esposo, que ha puesto en sus manos la mano de la Esposa, es decir, el corazón de los hombres que persuadió con su predicación. Entonces Jesucristo los recibió y les colmó de tal cantidad de bienes que ya no regresaron al que les había conducido hasta él... Levantó a su Esposa de su condición tan humilde para conducirla a la casa de su Padre...

Es Juan, el amigo del Esposo, el único que estuvo presente en estas bodas; es él quien entonces lo hizo todo; dándose cuenta de que Jesús llegaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios». Con ello demostró que no es solamente a través de su voz, sino también por los ojos, que daba testimonio de la presencia del Esposo. Admiraba al Hijo de Dios y, contemplándolo, su corazón saltaba de gozo y de alegría. Antes de anunciarlo, le admira presente, y da a conocer el don que Jesús vino a traer: «Este es el Cordero de Dios». Es él, dice, que quita el pecado del mundo, y lo quita siempre, no tan sólo en el momento de la Pasión al sufrir por nosotros. Si bien no es más que una vez que ofrece su sacrificio por los pecados del mundo, este único sacrificio purifica para siempre los pecados de todos los hombres hasta el fin del mundo.

* * * * * * *

7 de enero de 2009

Yo soy la voz que grita en el desierto

San Agustín (354-430), obispo y doctor de la Iglesia
Sermón 293, 7º para la Natividad de Juan Bautista

Juan era la voz, pero «en el principio ya existía la Palabra» (Jn 1,1). Juan, una voz por un tiempo; Cristo, la Palabra desde el principio, la Palabra eterna. Quita la palabra, ¿qué es la voz? Allí donde no hay nada para comprender, hay un ruido vacío. La voz sin la palabra percute el oído, y no edifica el corazón.

Sin embargo, descubramos cómo las cosas se van encadenando en nuestro corazón que es lo que se trata de edificar: Si pienso en lo que debo decir, la palabra está ya en mi corazón; pero cuando te quiero hablar busco la manera de hacer pasar a tu corazón lo que ya tengo en el mío. Si busco, pues, cómo la palabra que ya está en mi corazón podrá unirse al tuyo y establecerse en tu corazón, me sirvo de la voz, y es con esta voz con la que te hablo: el sonido de la voz hace que llegue a ti la idea que está contenida en mi palabra. Entonces, es verdad, el sonido se pierde; pero la palabra que el sonido ha hecho llegar hasta ti está desde entonces en tu corazón sin haber abandonado el mío.

Cuando la palabra ha llegado hasta ti ¿no es verdad que el sonido parece decir, como Juan Bautista: «Él tiene que crecer y yo que menguar»? (Jn 3,30). El sonido de la voz ha resonado para hacer su servicio y después ha desaparecido como queriendo decir: «Esta alegría mía está colmada» (v.29). Retengamos, pues, la Palabra; no dejemos que se marche la Palabra concebida en lo más profundo del nuestro corazón.

5 de enero de 2009

Los tesoros de sabiduría ocultos en Cristo

Día 5 de Enero

Sermón 194,3-4, de San Agustín

¿Qué ser humano podría conocer todos los tesoros de sabiduría y de ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Porque, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza. Pues cuando asumió la condición mortal y experimentó la muerte, se mostró pobre: pero prometió riquezas para más adelante, y no perdió las que le habían quitado.

¡Qué inmensidad la de su dulzura, que escondió para que los que lo temen, y llevó a cabo para los que esperan en él!

Nuestro conocimientos son ahora parciales, hasta que se cumpla lo que es perfecto. Y para que nos hagamos capaces de alcanzarlo, él, que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a nosotros en la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios: y, convertido en hijo del hombre -él, que era único Hijo de Dios-, convirtió a muchos hijos de los hombres en hijos de Dios; y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la forma de Dios.

Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Pues ¿para qué son aquellos tesoros de sabiduría y de ciencia, para qué sirven aquellas riquezas divinas sino para colmarnos? ¿Y para qué la inmensidad de aquella dulzura sino para saciarnos? Muéstranos al Padre y nos basta.

Y en algún salmo, uno de nosotros, o en nosotros, o por nosotros, le dice: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria. Pues él y el Padre son una misma cosa: y quien lo ve a él ve también al Padre. De modo que el Señor, Dios de los ejércitos, él es el Rey de la gloria. Volviendo a nosotros, nos mostrará su rostro; y nos salvaremos y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Pero mientras eso no suceda, mientras no nos muestre lo que habrá de bastarnos, mientras no le bebamos como fuente de vida y nos saciemos, mientras tengamos que andar en la fe y peregrinemos lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de justicia y anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de Dios, celebremos con devota obsequiosidad el nacimiento de la forma de siervo.

Si no podemos contemplar todavía al que fue engendrado por el Padre antes que el lucero de la mañana, tratemos de acercarnos al que nació de la Virgen en medio de la noche. No comprendemos aún que su nombre dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Todavía no podemos contemplar al Único que permanece en su Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Todavía no estamos preparados para el banquete de nuestro Padre; reconozcamos al menos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

* * * * * * *

R/. La vida se hizo visible, nosotros la hemos visto, y os anunciamos la vida eterna. Que estaba con el Padre y se nos manifestó.

V/. Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Verdadero y la vida eterna.

R/. Que estaba con el Padre y se nos manifestó.

* * * * * * *

4 de enero de 2009

Misterio siempre nuevo

Día 4 de Enero

Centuria 1, 8-13, de San Máximo Confesor

La Palabra de Dios, nacida una vez en la carne (lo que nos indica la querencia de su benignidad y humanidad), vuelve a nacer siempre gustosamente en el espíritu para quienes lo desean; vuelve a hacerse niño, y se vuelve a formar en aquellas virtudes; y no es por malevolencia a envidia que disminuye la amplitud de su grandeza, sino que se manifiesta a sí mismo en la medida en que sabe que lo puede asimilar el que lo recibe, y así, al mismo tiempo que explora discretamente la capacidad de quienes desean verlo, sigue manteniéndose siempre fuera del alcance de su percepción, a causa de la excelencia del misterio.

Por lo cual, el santo Apóstol, considerando sabiamente la fuerza del misterio, exclama: Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre; ya que entendía el misterio como algo siempre nuevo, al que nunca la comprensión de la mente puede hacer envejecer.

Nace Cristo Dios, hecho hombre mediante la incorporación de una carne dotada de alma inteligente; el mismo que había otorgado a las cosas proceder de la nada. Mientras tanto, brilla en lo alto la estrella del Oriente y conduce a los Magos al lugar en que yace la Palabra encarnada; con lo que muestra que hay en la ley y los profetas una palabra místicamente superior, que dirige a la gentes a la suprema luz del conocimiento.

Así pues, la palabra de la ley y de los profetas, entendida alegóricamente, conduce, como una estrella, al pleno conocimiento de Dios a aquellos que fueron llamados por la fuerza de la gracia, de acuerdo con el designio divino.

Dios se hace efectivamente hombre perfecto, sin alterar nada de lo que es propio de la naturaleza, a excepción del pecado (pues ni el mismo pecado era propio de la naturaleza).

Se hace efectivamente hombre perfecto a fin de provocar, con la vista del manjar de su carne, la voracidad insaciable y ávida del dragón infernal; y abatirlo por completo cuando ingiriera una carne que habría de convertírsele en veneno, porque en ella se hallaba oculto el poder de la divinidad. Esta carne sería al mismo tiempo remedio de la naturaleza humana, ya que el mismo poder divino presente en aquélla habría de restituir la naturaleza humana a la gracia primera.

Y así como el dragón, deslizando su veneno en el árbol de la ciencia, había corrompido con su sabor la naturaleza, de la misma manera, al tratar de devorar la carne Señor, se vio corrompido y destruido por la virtud de la divinidad que en ella residía.

Inmenso misterio de la divina encarnación, que sigue siendo siempre misterio; pues, ¿de qué modo puede la Palabra hecha carne seguir siendo su propia persona esencialmente, siendo así que la misma persona existe al mismo tiempo con todo su ser en Dios Padre? ¿Cómo la Palabra, que es toda ella Dios por naturaleza, se hizo toda ella por naturaleza hombre, sin detrimento de ninguna de las dos naturalezas: ni de la divina, en cuya virtud es Dios, ni de la nuestra, en virtud de la cual se hizo hombre?

Sólo la fe capta estos misterios, ella precisamente que es la sustancia y la base de todas aquellas realidades que exceden la percepción y razón de la mente humana en todo su alcance.

* * * * * * *

R/. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

V/. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios.

R/. Y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

* * * * * * *

3 de enero de 2009

El santo Nombre de Jesús

Día 3 de Enero

Sermón 49, art. 1 (Opera omnia 4, 495ss.), de San Bernardino de Siena, presbítero

Éste es aquel santísimo nombre que fue tan deseado por los antiguos patriarcas, anhelado en tantas angustias, prolongado en tantas enfermedades, invocado en tantos suspiros, suplicado en tantas lágrimas, pero donado misericordiosamente en el tiempo de la gracia. Te suplico que ocultes el nombre del poder, que no se escuche el nombre de la venganza, que se mantenga el nombre de la justicia. Danos el nombre de la misericordia, suene el nombre de Jesús en mis oídos, porque entonces tu voz es dulce, y tu rostro, hermoso.

Así pues, el gran fundamento de la fe es el nombre de Jesús, que hace hijos de Dios. En efecto, la fe de la religión católica consiste en el conocimiento y la luz de Jesucristo, que es la luz del alma, la puerta de la vida, el fundamento de la salvación eterna. Si alguien carece de ella o la ha abandonado, camina sin luz por las tinieblas de la noche, y avanza raudo por los peligros con los ojos cerrados y, por mucho que brille la excelencia de la razón, sigue a un guía ciego mientras siga a su propio intelecto para comprender los misterios celestes, o intenta construir una casa olvidándose de los cimientos, o quiere entrar por el tejado dejando de lado la puerta. Por tanto, Jesús es ese fundamento, luz y puerta, que, habiendo de mostrar el camino a los que andaban perdidos, se manifestó a todos como la luz de la fe, por la que el Dios desconocido puede ser deseado y, suplicado, puede ser creído y, creído, puede ser encontrado.

Este fundamento sustenta la Iglesia, que se edifica en el nombre de Jesús. El nombre de Jesús es esplendor de los predicadores, porque con un luminoso esplendor hace anunciar y oír su palabra. ¿Cómo piensas que la luz de la fe se extendió por todo el orbe tanto, tan rápida y encendidamente, a no ser porque Jesús es predicado? ¿No nos llamó Dios a su luz admirable por la luz y sabor de ese nombre? Porque hemos sido iluminados y hemos visto la luz en esa luz, dice Pablo con razón: En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

¡Oh nombre glorioso, nombre grato, nombre amoroso y virtuoso! Por tu medio son perdonados los delitos, por tu medio son vencidos los enemigos, por tu medio son librados los débiles, por tu medio son confortados y alegrados los que sufren en las adversidades. Tú, honor de los creyentes; tú, doctor de los predicadores; tú, fortalecedor de los que obran; tú, sustentador de los vacilantes. Con tu ardiente fervor y calor, se inflaman los deseos, se alcanzan las ayudas suplicadas, se embriagan las almas al contemplarte y, por tu medio, son glorificados todos los que han alcanzado el triunfo en la gloria celeste. Dulcísimo Jesús, haznos reinar juntamente

* * * * * * *

R/. Que se alegren, Señor, los que se acogen a ti, con júbilo eterno; protégelos para que se llenen de gozo los que aman tu nombre.

V/. Caminarán, oh Señor, a la luz de tu rostro, tu nombre es su gozo cada día.

R/. Los que aman tu nombre.

R/. Los que aman tu nombre.

* * * * * * *

Los dos preceptos de la caridad.

Día 3 de Enero

Tratado sobre el evangelio de san Juan 17,7-9, de San Agustín

Vino el Señor mismo, como doctor en caridad, rebosante de ella, compendiando, como de él se predijo, la palabra sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad.

Recordad conmigo, hermanos, aquellos dos preceptos. Pues, en efecto, tienen que seros en extremo familiares, y no sólo veniros a la memoria cuando ahora os los recordamos, sino que deben permanecer siempre grabados en vuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a sí mismo.

He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor de Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor del prójimo es el primero en el rango de la acción. Pues el que te puso este amor en dos preceptos no había de proponer primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después.

Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.

Que no es más que una manera de decirte: Ama a Dios. Y si me dices: «Señálame a quién he de amar», ¿qué otra cosa he de responderte sino lo que dice el mismo Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás? Y para que no se te ocurra creerte totalmente ajeno a la visión de Dios: Dios, dice, es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios. Ama por tanto al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios.

Comienza, pues, por amar al prójimo. Parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne.

¿Qué será lo que consigas si haces esto? Entonces romperá tu luz como la aurora. Tu luz, que es tu Dios, tu aurora, que vendrá hacia ti tras la noche de este mundo; pues Dios ni surge ni se pone, sino que siempre permanece.

Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser? Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte para siempre.

* * * * * * *

R/. Dios nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.

V/. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él.

R/. Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.

* * * * * * *

2 de enero de 2009

San Basilio Magno y San Gregorio Nacianceno, obispos y doctores de la Iglesia

Día 2 de Enero

Basilio nació en Cesarea de Capadocia el año 330, de una familia cristiana; hombre de gran cultura y virtud, comenzó a llevar vida eremítica, pero el año 370 fue elevado a la sede episcopal de su ciudad natal. Combatió a los arrianos; escribió excelentes obras y sobre todo reglas monásticas, que rigen aún hoy en muchos monasterios del Oriente. Fue gran bienhechor de los pobres. Murió el día 1 de enero del año 379.
Gregorio nació el mismo año que Basilio, junto a Nacianzo, y se desplazó a diversos lugares por razones de estudio. Siguió a su amigo Basilio en la vida solitaria, pero fue luego ordenado presbítero y obispo. El año 381 fue elegido obispo de Constantinopla, pero, debido a las divisiones existentes en aquella Iglesia, se retiró a Nacianzo donde murió el 25 de enero de 389 o 390. Fue llamado el teólogo, por la profundidad de su doctrina y el encanto de su elocuencia.

Sermón 43, en alabanza de Basilio Magno, 15,16-17.19-21 (PG 36,514-523), de San Gregorio Nacianceno, obispo

Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios.

En aquellas circunstancias, no me contentaba yo sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y lo habían oído.

En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Éste fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad; así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.

Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.

Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.

Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y, si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro.

Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.

Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre.

* * * * * * *

R/. El Señor da sabiduría a los sabios, y ciencia a los expertos, revela los secretos más profundos, y la luz habita junto a él.

V/. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.

R/. Revela los secretos más profundos, y la luz habita junto a él.

* * * * * * *

1 de enero de 2009

Santa María, Madre de Dios

Día 1 de Enero

La Palabra tomó de María nuestra condición humana

Carta a Epicteto 5-9, de San Atanasio

La Palabra tendió una mano a los hijos de Abrahán, afirma el Apóstol, y por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro. Por esta razón, en verdad, María está presente en este misterio, para que de ella la Palabra tome un cuerpo, y, como propio, lo ofrezca por nosotros. La Escritura habla del parto y afirma: Lo envolvió en pañales; se proclaman dichosos los pechos que amamantaron Señor, y, por el nacimiento de este primogénito, fue ofrecido el sacrificio prescrito. El ángel Gabriel había anunciado esta concepción con palabras muy precisas, cuando dijo a María no simplemente «lo que nacerá en ti» -para que no se creyese que se trataba de un cuerpo introducido desde el exterior-, sino de ti, para que creyésemos que aquel que era engendrado en María procedía realmente de ella.

Las cosas sucedieron de esta forma para que la Palabra, tomando nuestra condición y ofreciéndola en sacrificio, la asumiese completamente, y revistiéndonos después a nosotros de su condición, diese ocasión al Apóstol para afirmar lo siguiente: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.

Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de él ha conseguido la salvación el hombre entero. Porque de ninguna forma es ficticia nuestra salvación ni afecta sólo al cuerpo, sino que la salvación de todo el hombre, es decir, alma y cuerpo, se ha realizado en aquel que es la Palabra.

Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que todos nosotros hemos nacido de Adán.

Lo que Juan afirma: La Palabra se hizo carne, tiene la misma significación, como se puede concluir de la idéntica forma de expresarse. En san Pablo encontramos escrito: Cristo se hizo por nosotros un maldito. Pues al cuerpo humano, por la unión y comunión con la Palabra, se le ha concedido un inmenso beneficio: de mortal se ha hecho inmortal, de animal se ha hecho espiritual, y de terreno ha penetrado las puertas del cielo.

Por otra parte, la Trinidad, también después de la encarnación de la Palabra en María, siempre sigue siendo la Trinidad, no admitiendo ni aumentos ni disminuciones; siempre es perfecta, y en la Trinidad se reconoce una única Deidad, y así la Iglesia confiesa a un único Dios, Padre de la Palabra.

* * * * * * *

R/. No sé con qué alabanzas ensalzarte, oh santa e inmaculada virginidad. Porque llevaste en tu seno al que los cielos no pueden abarcar.

V/. Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre.

R/. Porque llevaste en tu seno al que los cielos no pueden abarcar.

* * * * * * *