8 de noviembre de 2008

No te perturbe la muerte

En toda ocasión, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús

Tratado sobre el bien de la muerte 3,9; 4,15, de San Ambrosio

Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello se nos exhorta a que en toda ocasión y por todas partes, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para que también se manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos aquella vida buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria, vida feliz, terminado el combate, vida en la que la ley de la carne no se opone ya a la ley del espíritu, vida, finalmente, en la que ya no es necesario luchar contra el cuerpo mortal, porque el mismo cuerpo mortal ha alcanzado ya la victoria.

Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte es mayor incluso que la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol que afirma: Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros. En efecto, ¡cuántos pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte de uno solo! Por ello, enseña el Apóstol que los que viven en esta vida deben apetecer que la muerte feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y deshaga nuestra condición física para que nuestro hombre interior se renueve y, si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenga lugar la edificación de una casa eterna en el cielo.

Imita, pues, la muerte del Señor quien se aparta de la vida según la carne y aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice por Isaías: Abre las prisiones injustas, haz saltar los cerrojos de los cepos, deja libres a los oprimidos, rompe todos los cepos.

El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de la muerte para destruir con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza humana no acabara nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los muertos: así, por la muerte, fue destruida la culpa y, por la resurrección, la naturaleza humana recobró la inmortalidad.

La muerte de Cristo es, pues, como la transformación del universo. Es necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando sin cesar: debes pasar de la corrupción a la incorrupción, de la muerte a la vida, de la mortalidad a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre de muerte, antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz. ¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la sepultura de los vicios y la resurrección de las virtudes? Por eso, dice la Escritura: Que mi muerte sea la de los justos, es decir, sea yo sepultado como ellos, para que desaparezcan mis culpas y sea revestido de la santidad de lo justos, es decir, de aquellos que llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de Cristo.

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R/. Es doctrina segura: si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él.

V/. El hombre paciente aguanta hasta el momento justo, y al final su paga es la alegría.

R/. Si perseveramos, reinaremos con él.

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7 de noviembre de 2008

Que lleguemos a ti preparados en la hora de nuestra muerte

Viernes XXXI Semana del tiempo ordinario

Sermón 7, en honor de su hermano Cesáreo 23-24, de San Gregorio Nacianceno

¿Qué es el hombre para que te ocupes de él? Un gran misterio me envuelve y me penetra. Pequeño soy y, al mismo tiempo, grande, exiguo y sublime, mortal e inmortal, terreno y celeste. Con Cristo soy sepultado, y con Cristo debo resucitar; estoy llamado a ser coheredero de Cristo e hijo de Dios; llegaré incluso a ser Dios mismo.

Esto es lo que significa nuestro gran misterio; esto lo que Dios nos ha concedido, y, para que nosotros lo alcancemos, quiso hacerse hombre; quiso ser pobre, para levantar así la carne postrada y dar la incolumidad al hombre que él mismo había creado a su imagen; así todos nosotros llegamos a ser uno en Cristo, pues él ha querido que todos nosotros lleguemos a ser aquello mismo que él es con toda perfección: así entre nosotros ya no hay distinción entre hombres y mujeres, bárbaros y escitas, esclavos y libres, es decir, no queda ya ningún residuo ni discriminación de la carne, sino que brilla sólo en nosotros la imagen de Dios, por quien y para quien hemos sido creados y a cuya semejanza estamos plasmados y hechos, para que nos reconozcamos siempre como hechura suya.

¡Ojalá alcancemos un día aquello que esperamos de la gran munificencia y benignidad de nuestro Dios! El pide cosas insignificantes y promete, en cambio, grandes dones, tanto en este mundo como en el futuro, a quienes lo aman sinceramente. Sufrámoslo, pues, todo por él y aguantémoslo todo esperando en él; démosle gracias por todo (él sabe ciertamente que, con frecuencia, nuestros sufrimientos son un instrumento de salvación); encomendémosle nuestras vidas y las de aquellos que, habiendo vivido en otro tiempo con nosotros, nos han precedido ya en la morada eterna.

¡Señor y hacedor de todo, y especialmente del ser humano! ¡Dios, Padre y guía de los hombres que creaste! ¡Arbitro de la vida y de la muerte! ¡Guardián y bienhechor de nuestras almas! ¡Tú que lo realizas todo en su momento oportuno y, por tu Verbo, vas llevando a su fin todas las cosas según la sublimidad de aquella sabiduría tuya que todo lo sabe y todo lo penetra! Te pedimos que recibas ahora en tu reino a Cesáreo, que como primicia de nuestra comunidad ha ido ya hacia ti.

Dígnate también, Señor, velar por nuestra vida, mientras moramos en este mundo, y, cuando nos llegue el momento de dejarlo, haz que lleguemos a ti preparados por el temor que tuvimos de ofenderte, aunque no ciertamente poseídos de terror. No permitas, Señor, que en la hora de nuestra muerte, desesperados y sin acordarnos de ti, nos sintamos como arrancados y expulsados de este mundo, como suele acontecer con los hombres que viven entregados a los placeres de esta vida, sino que, por el contrario, alegres y bien dispuestos, lleguemos a la vida eterna y feliz, en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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R/. Te rogamos, Señor, Dios nuestro, que recibas las almas de nuestros difuntos, por quienes derramaste tu sangre. Acuérdate de que somos barro y de que el hombre es como la hierba o la flor del campo.

V/. Señor misericordioso, clemente y compasivo.

R/. Acuérdate de que somos barro y de que el hombre es como la hierba o la flor del campo.

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6 de noviembre de 2008

Sobre el símbolo de la fe

Jueves XXXI Semana del tiempo ordinario

Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo 12-13, de San Cirilo de Jerusalén

Al aprender y profesar la fe, adhiérete y conserva solamente la que ahora te entrega la Iglesia, la única que las santas Escrituras acreditan y defienden. Como sea que no todos pueden conocer las santas Escrituras, unos porque no saben leer, otros porque sus ocupaciones se lo impiden, para que ninguna alma perezca por ignorancia, hemos resumido, en los pocos versículos del símbolo, el conjunto de los dogmas de la fe.

Procura, pues, que esta fe sea para ti como un viático que te sirva toda la vida y, de ahora en adelante, no admitas ninguna otra, aunque fuera yo mismo quien, cambiando de opinión, te dijera lo contrario, o aunque un ángel caído se presentara ante ti disfrazado de ángel de luz y te enseñara otras cosas para inducirte al error. Pues, si alguien os predica un Evangelio distinto del que os hemos predicado -seamos nosotros mismos o un ángel del cielo-, ¡sea maldito!

Esta fe que estáis oyendo con palabras sencillas retenedla ahora en la memoria y, en el momento oportuno, comprenderéis, por medio de las santas Escrituras, lo que significa exactamente cada una de sus afirmaciones. Porque tenéis que saber que el símbolo de la fe no lo han compuesto los hombres según su capricho, sino que las afirmaciones que en él se contienen han sido entresacadas del conjunto de las santas Escrituras y resumen toda la doctrina de la fe. Y, a la manera de la semilla de mostaza, que, a pesar de ser un grano tan pequeño, contiene ya en sí la magnitud de sus diversas ramas, así también las pocas palabras del símbolo de la fe resumen y contienen, como en una síntesis, todo lo que nos da a conocer el antiguo y el nuevo Testamento.

Velad, pues, hermanos, y conservad cuidadosamente la tradición que ahora recibís y grabadla en el interior de vuestro corazón.

Poned todo cuidado, no sea que el enemigo, encontrando a alguno de vosotros desprevenido y remiso, le robe este tesoro, o bien se presente algún hereje que, con sus errores, contamine la verdad que os hemos entregado. Recibir la fe es como poner en el banco el dinero que os hemos entregado; Dios os pedirá cuenta de este depósito. Os recomiendo - como dice el Apóstol-, en presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión, que guardéis sin mancha la fe que habéis recibido, hasta el día de la manifestación de Cristo Jesús

Ahora se te hace entrega del tesoro de la vida, pero el Señor, el día de su manifestación, te pedirá cuenta de él, cuando aparezca como el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él la gloria, el honor y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

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R/. Mi justo vivirá de fe, pero, si se arredra, le retiraré mi favor. Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma.

V/. El injusto tiene el alma hinchada.

R/. Pero nosotros no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma.

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5 de noviembre de 2008

La fe realiza obras que superan las fuerzas humanas

Miércoles XXXI Semana del tiempo ordinario

Catequesis 5, Sobre la fe y el símbolo 10-11, de San Cirilo de Jerusalén

La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos realidades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: Quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no se le llamará a juicio; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.

¡Oh gran bondad de Dios para con los hombres! Los antiguos justos, ciertamente, pudieron agradar a Dios empleando para este fin los largos años de su vida; mas lo que ellos consiguieron con su esforzado y generoso servicio de muchos años, eso mismo te concede a ti Jesús realizarlo en un solo momento. Si, en efecto, crees que Jesucristo es el Señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, conseguirás la salvación y serás llevado al paraíso por aquel mismo que recibió en su reino al buen ladrón. No desconfíes ni dudes de si ello va a ser posible o no: el que salvó en el Gólgota al ladrón a causa de una sola hora de fe, él mismo te salvará también a ti si creyeres.

La otra clase de fe es aquella que Cristo concede algunos como don gratuito: Uno recibe del Espíritu hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar.

Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste solamente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe podría decir a una montaña, que viniera aquí, y vendría. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

Es de esta fe de la que se afirma: Si fuera vuestra fe como un grano de mostaza. Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos momentos realiza grandes maravillas. El alma, en efecto, iluminada por esta fe, alcanza a concebir en su mente una imagen de Dios, y llega incluso hasta contemplar al mismo Dios en la medida en que ello es posible; le es dado recorrer los límites del universo y ver, antes del fin del mundo, el juicio futuro y la realización de los bienes prometidos.

Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas.

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R/. Comprendimos que el hombre no se justifica por cumplir la ley, sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo.

V/. A quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

R/. Por eso hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo.

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4 de noviembre de 2008

Los cristianos en la construcción de la paz

Martes XXXI Semana del tiempo ordinario

Gaudium et spes 88-90, del Vaticano II

Los cristianos deben cooperar, con gusto y de corazón, en la edificación de un orden internacional en el que se respeten las legítimas libertades y se fomente una sincera fraternidad entre todos; y eso con tanta mayor razón cuanto más claramente se advierte que la mayor parte de la humanidad sufre todavía una extrema pobreza, hasta tal punto que puede decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la caridad de sus discípulos.

Que se evite, pues, el escándalo de que, mientras ciertas naciones, cuya población es muchas veces en su mayoría cristiana, abundan en toda clase de bienes, otras, en cambio, se ven privadas de lo más indispensable y sufren a causa del hambre, de las enfermedades y de toda clase de miserias. El espíritu de pobreza y de caridad debe ser la gloria y el testimonio de la Iglesia de Cristo.

Hay que alabar y animar, por tanto, a aquellos cristianos, sobre todo a los jóvenes, que espontáneamente se ofrecen para ayudar a los demás hombres y naciones. Más aún, es deber de todo el pueblo de Dios, animado y guiado por la palabra y el ejemplo de sus obispos, aliviar, según las posibilidades de cada uno, las miserias de nuestro tiempo; y esto hay que hacerlo, como era costumbre en la antigua Iglesia, dando no solamente de los bienes superfluos, sino aun de los necesarios.

El modo de recoger y distribuir lo necesario para las diversas necesidades, sin que haya de ser rígida y uniformemente ordenado, llévese a cabo, sin embargo, con toda solicitud en cada una de las diócesis, naciones e incluso en el plano universal, uniendo siempre que se crea conveniente la colaboración de los católicos con la de los otros hermanos cristianos. En efecto, el espíritu de caridad, lejos de prohibir el ejercicio ordenado y previsor de la acción social y caritativa, más bien lo exige. De aquí que sea necesario que quienes pretenden dedicarse al servicio de las naciones en vía de desarrollo sean oportunamente formados en instituciones especializadas.

Por eso, la Iglesia debe estar siempre presente en la comunidad de las naciones para fomentar o despertar la cooperación entre los hombres; y eso tanto por medio de sus órganos oficiales como por la colaboración sincera y plena de cada uno de los cristianos, colaboración que debe inspirarse en el único deseo de servir a todos.

Este resultado se conseguirá mejor si los mismos fieles, en sus propios ambientes, conscientes de la propia responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por despertar el deseo de una generosa cooperación con la comunidad internacional. Dése a esto una especial importancia en la formación de los jóvenes, tanto en su formación religiosa como civil.

Finalmente, es muy de desear que los católicos, para cumplir debidamente su deber en el seno de la comunidad internacional, se esfuercen por cooperar activa y positivamente con sus hermanos separados, que como ellos profesan la caridad evangélica, y con todos aquellos otros hombres que están sedientos de verdadera paz.

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R/. He aquí que vengo de Temán, Yo, el Señor, vuestro Dios, que os traigo la paz.

V/. Me volveré hacia vosotros y os haré crecer y multiplicaros, manteniendo mi pacto con vosotros.

R/. Yo, el Señor, vuestro Dios, que os traigo la paz.

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San Carlos Borromeo, obispo

Día 4 de Noviembre

Nació en Arona (Lombardía) el año 1538; después de haberse graduado en ambos derechos, fue agregado al colegio cardenalicio por su tío Pío IV y nombrado obispo de Milán. Fue un verdadero pastor de su grey; visitó varias veces toda su diócesis, convocó sínodos, decretó muchas disposiciones orientadas a la salvación de las almas y fomentó en gran manera las costumbres cristianas. Murió el día 3 de noviembre del año 1584.

Sermón del santo en el último sínodo que convocó (Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1599, 1177-1178), de San Carlos Borromeo

Todos somos débiles, lo admito, pero el Señor ha puesto en nuestras manos los medios con que poder ayudar fácilmente, si queremos, esta debilidad. Algún sacerdote querría tener aquella integridad de vida que sabe se le demanda, querría ser continente y vivir una vida angélica, como exige su condición, pero no piensa en emplear los medios requeridos para ello: ayunar, orar, evitar el trato con los malos y las familiaridades dañinas y peligrosas.

Algún otro se queja de que, cuando va a salmodiar o a celebrar la misa, al momento le acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero éste, antes de ir al coro o a celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía, cómo se ha preparado, qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención?

¿Quieres que te enseñe cómo irás progresando en la virtud y, si ya estuviste atento en el coro, cómo la próxima vez lo estarás más aún y tu culto será más agradable a Dios? Oye lo que voy a decirte. Si ya arde en ti el fuego del amor divino, por pequeño que éste sea, no lo saques fuera en seguida, no lo expongas al viento, mantén el fogón protegido para que no se enfríe y pierda el calor; esto es, aparta cuanto puedas las distracciones, conserva el recogimiento, evita las conversaciones inútiles.

¿Estás dedicado a la predicación y la enseñanza? Estudia y ocúpate en todo lo necesario para el recto ejercicio de este cargo; procura antes que todo predicar con tu vida y costumbres, no sea que, al ver que una cosa es lo que dices y otra lo que haces, se burlen de tus palabras meneando la cabeza.

¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti.

Sabedlo, hermanos, nada es tan necesario para los clérigos como la oración mental; ella debe preceder, acompañar y seguir nuestras acciones: Salmodiaré -dice el salmista- y entenderé. Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas, medita con qué sangre han sido lavadas, y así todo lo que hagáis, que sea con amor; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que inevitablemente experimentamos cada día (ya que esto forma parte de nuestra condición); así tendremos fuerzas para dar a luz a Cristo en nosotros y en los demás.

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R/. Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Prescribe estas y enséñalas; sé un modelo para los fieles.

V/. Si propones estas cosas a los hermanos, servirán bien a Cristo Jesús.

R/. Prescribe estas y enséñalas; sé un modelo para los fieles.

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3 de noviembre de 2008

Educar para la paz

Lunes XXXI Semana del tiempo ordinario

Gaudium et spes 82-83, del Vaticano II

Procuren los hombres no limitarse a confiar sólo en el esfuerzo de unos pocos, descuidando su propia actitud mental. Pues los gobernantes de los pueblos, como gerentes que son del bien común de su propia nación y promotores al mismo tiempo del bien universal, están enormemente influenciados por la opinión pública y por los sentimientos del propio ambiente. Nada podrían hacer en favor de la paz si los sentimientos de hostilidad, desprecio y desconfianza, y los odios raciales e ideologías obstinadas, dividieran y enfrentaran entre sí a los hombres. De ahí la urgentísima necesidad de una reeducación de las mentes y de una nueva orientación de la opinión pública.

Quienes se consagran a la educación de los hombres, sobre todo de los jóvenes, o tienen por misión educar la opinión pública consideren como su mayor deber el inculcar en todas las mentes sentimientos nuevos, que llevan a la paz. Es necesario que todos convirtamos nuestro corazón y abramos nuestros ojos al mundo entero, pensando en aquello que podríamos realizar en favor del progreso del género humano si todos nos uniéramos.

No deben engañarnos las falsas esperanzas. En efecto, mientras no desaparezcan las enemistades y los odios y no se concluyan pactos sólidos y leales para el futuro de una paz universal, la humanidad, amenazada ya hoy por graves peligros, a pesar de sus admirables progresos científicos, puede llegar a conocer una hora funesta en la que ya no podría experimentar otra paz que la paz horrenda la muerte. La Iglesia de Cristo, que participa de las angustias de nuestro tiempo, mientras denuncia estos peligros no pierde con todo la esperanza; por ello, no deja de proponer al mundo actual, una y otra vez, con oportunidad o sin ella, aquel mensaje apostólico: Ahora es tiempo favorable, para que se opere un cambio en los corazones, ahora es día de salvación.

Para construir la paz es preciso que desaparezcan primero todas las causas de discordia entre los hombres, que son las que engendran las guerras; entre estas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de estas injusticias tienen su origen en las excesivas desigualdades económicas y también en la lentitud con que se aplican los remedios necesarios para corregirlas. Otras injusticias provienen de la ambición de dominio, del desprecio a las personas, y, si queremos buscar sus causas más profundas, las encontraremos en la envidia, la desconfianza, el orgullo y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantos desórdenes, de ahí se sigue que, aun cuando no se llegue a la guerra, el mundo se ve envuelto en contiendas y violencias.

Además, como estos mismos males se encuentran también en las relaciones entre las diversas naciones, se hace absolutamente imprescindible que, para superar o prevenir esas discordias y para acabar con las violencias, se busque, como mejor remedio, la cooperación y coordinación entre las instituciones internacionales, y se estimule sin cesar la creación de organismos que promuevan paz.

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R/. He puesto en tu corazón una doctrina de sabiduría, dice el Señor; He escuchado tus ruegos de que proteja esta ciudad y de que haya paz en tus días.

V/. Apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella.

R/. He escuchado tus ruegos de que proteja esta ciudad y de que haya paz en tus días.

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San Martín de Porres, religioso

Día 3 de Noviembre

Nació en Lima (Perú), de padre español y madre mulata, el año 1579. De jovencito aprendió el oficio de barbero-cirujano, que luego, el ingresar en la Orden de Predicadores, ejerció ampliamente en favor de los pobres. Llevó una vida de mortificación, de humildad y de gran devoción a la eucaristía. Murió el año 1639.

"Martín de la caridad", de la homilía en la canonización del santo (6-5-1962: AAS 54 [1962], 306-309), de Juan XXIII

Martín nos demuestra, con el ejemplo de su vida, que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser; y si, en segundo lugar, amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cegado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible.

Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él.

Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad».

Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos.

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R/. Dichoso el hombre que se conserva íntegro y no se pervierte por la riqueza. Su bondad está confirmada.

V/. ¿Quién es? Vamos a felicitarlo, porque ha hecho algo admirable en su pueblo.

R/. Su bondad está confirmada.

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2 de noviembre de 2008

Qué es la paz

Domingo XXXI Semana del tiempo ordinario

Gaudium et spes 78, del Vaticano II

La paz no consiste en una mera ausencia de guerra ni se reduce a asegurar el equilibrio de las distintas fuerzas contrarias ni nace del dominio despótico, sino que, con razón, se define como obra de la justicia. Ella es como el fruto de aquel orden que el Creador quiso establece en la sociedad humana y que debe irse perfeccionando sin cesar por medio del esfuerzo de aquellos hombre que aspiran a implantar en el mundo una justicia cada vez más plena.

En efecto, aunque fundamentalmente el bien común del género humano depende de la ley eterna, en sus exigencias concretas está, con todo, sometido a las continuas transformaciones ocasionadas por la evolución de los tiempos; la paz no es nunca algo adquirido de una vez para siempre, sino que es preciso irla construyendo y edificando cada día. Como además la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz requiere que cada uno se esfuerce constantemente por dominar sus pasiones, y exige de la autoridad legítima una constante vigilancia.

Y todo esto es aún insuficiente. La paz de la que hablamos no puede obtenerse en este mundo, si no se garantiza el bien de cada una de las personas y si los hombres no saben comunicarse entre sí espontáneamente con confianza las riquezas de su espíritu y de su talento. La firme voluntad de respetar la dignidad de los otros hombres y pueblos y el solícito ejercicio de la fraternidad son algo absolutamente imprescindible para construir verdadera paz. Por ello, puede decirse que la paz es también fruto del amor, que supera los límites de lo que exige la simple justicia.

La paz terrestre nace del amor al prójimo, y es como la imagen y el efecto de aquella paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el mismo Hijo encarnado, príncipe de la paz, ha reconciliado por su cruz a todos los hombres con Dios, reconstruyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo. Así ha dado muerte en su propia carne al odio y, después del triunfo de su resurrección, ha derramado su Espíritu de amor en el corazón de los hombres.

Por esta razón, todos los cristianos quedan vivamente invitados a que, realizando la verdad en el amor, se unan a aquellos hombres que, como auténticos constructores de la paz, se esfuerzan por instaurarla y rehacerla. Movidos por este mismo espíritu, no podemos menos de alabar a quienes, renunciando a toda intervención violenta en la defensa de sus derechos, recurren a aquellos medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, con tal de que esto pueda hacerse sin lesionar los derechos y los deberes de otras personas o de la misma comunidad.

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R/. Tuyo es el poder, tú eres rey y soberano de todo, Señor. Danos la paz, Señor, en nuestros días.

V/. Señor Dios, creador de todo, terrible y fuerte, justo y compasivo.

R/. Danos la paz, Señor, en nuestros días.

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Muramos con Cristo, y viviremos con él

Día 2 de Noviembre, memoria de los fieles difuntos

Del libro sobre la muerte de su hermano Sátiro, de San Ambrosio, obispo (Libro 2,40.41.46.47.132.133; CSEL 73, 270-274.323-324),

Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.

En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.

Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.

¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.

Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.

¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.

Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.

Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo - a ti acude todo mortal-, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.

Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.

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R/. A los que han muerto piadosamente les está reservado un magnífico premio.

V/. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre.

R/. Les está reservado un magnífico premio.

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