13 de septiembre de 2008

San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia

Día 13 de Septiembre

Nació en Antioquía, hacia el año 349; después de recibir una excelente formación, comenzó por dedicarse a la vida ascética. Más tarde, fue ordenado sacerdote y ejerció, con gran provecho, el ministerio de la predicación. El año 397 fue elegido obispo de Constantinopla, cargo en el que se comportó como un pastor ejemplar, esforzándose por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. La oposición de la corte imperial y de los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado por tantas miserias, murió en Comana, en el Ponto, el día 14 de septiembre del año 407. Contribuyó en gran manera, por su palabra y escritos, al enriquecimiento de la doctrina cristiana, mereciendo el apelativo de Crisóstomo, es decir, "Boca de oro".

Homilía antes de partir en exilio, 1-3 (PG 52,427*-430), de San Juan Crisóstomo, obispo

Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús. Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. ¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena. ¿La confiscación de los bienes? Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual. Por eso, os hablo de lo que sucede ahora exhortando vuestra caridad a la confianza.

¿No has oído aquella palabra del Señor: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio ellos? Y, allí donde un pueblo numeroso esté reunido por los lazos de la caridad, ¿no estará presente el Señor? me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estoy con otros todos los días, hasta el fin del mundo.

Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, o lo que tú quieres que haga». Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también.

Además, donde yo esté estaréis también vosotros, donde estéis vosotros estaré también yo: formamos todos un solo cuerpo, y el cuerpo no puede separarse de la cabeza, ni la cabeza del cuerpo. Aunque estemos separados en cuanto al lugar, permanecemos unidos por la caridad, y ni la misma muerte será capaz de desunirnos. Porque, aunque muera mi cuerpo, mi espíritu vivirá y no echará en olvido a su pueblo.

Vosotros sois mis conciudadanos, mis padres, mis hermanos, mis hijos, mis miembros, mi cuerpo y mi luz, una luz más agradable que esta luz material. Porque, para mí, ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La luz material me es útil en la vida presente, pero vuestra caridad es la que va preparando mi corona para el futuro.

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R/. Por el Evangelio sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso, lo aguanto todo por los elegidos.

V/. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

R/. Por eso, lo aguanto todo por los elegidos.

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Por Cristo todos volverán a la vida

Sábado XXIII Semana del tiempo ordinario

Sermón sobre la encarnación del Verbo 10, de San Atanasio

El Verbo de Dios, Hijo del mejor Padre, no abandonó la naturaleza humana corrompida. Con la oblación de su propio cuerpo, destruyó la muerte, castigo en que había incurrido el género humano. Trató de corregir su descuido, adoctrinándolo, y restauró todas las cosas humanas con su eficacia y poder.

Estas afirmaciones de los teólogos hallan apoyo en el testimonio de los discípulos del Salvador, como se lee en sus escritos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Murió por todos, para que los que viven ya no vivan para si, sino para el que murió y resucitó por ellos, nuestro Señor Jesucristo. Y en otro pasaje: Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Más adelante, la Escritura prueba que el único que debía hacerse hombre era el Verbo de Dios, cuando dice: Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. Con estas palabras, da a entender que el único que debía librar al hombre de su corrupción era el Verbo de Dios, el mismo que lo había creado desde el principio.

Prueba además que el Verbo mismo tomó un cuerpo precisamente con el fin de ofrendarse por los que tenían cuerpos semejantes. Y así lo dice: Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también él; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Ya que, al inmolar su propio cuerpo, acabó con la ley que pesaba contra nosotros y renovó el principio de vida con la esperanza de la resurrección.

Como la muerte había cobrado fuerzas contra los hombres, de los mismos hombres, por eso, se logró la victoria sobre la muerte y la resurrección para la vida por el mismo Verbo de Dios, hecho hombre para los hombres, y así pudo decir muy bien aquel hombre lleno de Cristo: Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Y l o demás que pone a continuación. Así que no morimos ya para ser condenados, sino para ser resucitados de entre los muertos. Esperamos la común resurrección de todos. A su tiempo nos la dará Dios, que la hace y la comunica.

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R/. Todos pecaron, y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

V/. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida.

R/. A quien Dios constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

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12 de septiembre de 2008

Cristo y la Iglesia

Viernes XXIII Semana del tiempo ordinario

Sermón 1, del Beato Isaac, abad del monasterio de Stella

Hay dos cosas que son de la exclusiva de Dios: la honra de la confesión y el poder de perdonar. Hemos de confesarnos a él. Hemos de esperar de él el perdón. ¿Quien puede perdonar pecados, fuera de Dios? Por eso, hemos de confesar ante él. Pero, al desposarse el Omnipotente con la débil, el Altísimo con la humilde, haciendo reina a la esclava, puso en su costado a la que estaba a sus pies. Porque brotó de su costado. En él le otorgó las arras de su matrimonio. Y, del mismo modo que todo lo del Padre es del Hijo, y todo lo del Hijo es del Padre, porque por naturaleza son uno, igualmente el Esposo dio todo lo suyo a la esposa, y la esposa dio todo lo suyo al Esposo, y así la hizo uno consigo mismo y con el Padre: Este es mi deseo, dice Cristo, dirigiéndose al Padre en favor de su esposa, que ellos también sean uno en nosotros, como tú en mí y yo en ti.

Por eso, el Esposo, que es uno con el Padre y uno con la esposa, hizo desaparecer de su esposa todo lo que hallo en ella de impropio, lo clavó en la cruz y en ella expió todos los pecados de la esposa. Todo lo borró por el madero. Tomó sobre sí lo que era propio de la naturaleza de la esposa y se revistió de ello; a su vez, le otorgo lo que era propio de la naturaleza divina. En efecto, hizo desaparecer lo que era diabólico, tomó sobre sí lo que era humano y comunicó lo divino. Y así es del Esposo todo lo de la esposa. Por eso, el que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño pudo muy bien decir: Misericordia, Señor, que desfallezco. De esta manera, participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados; por ello dice: Ve a presentarte al sacerdote.

Nada podría perdonar la Iglesia sin Cristo: nada quiere perdonar Cristo sin la Iglesia. Nada puede perdonar la Iglesia, sino al que se arrepiente, o sea, al que ha sido tocado por Cristo. Nada quiere mantener perdonado Cristo al que desprecia a la Iglesia. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Es éste un gran misterio; y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

No quites la cabeza al cuerpo. Así no podría estar el Cristo total en ninguna parte. En ningún sitio está entero Cristo sin su Iglesia. En ningún sitio está entera la Iglesia sin Cristo. Porque el Cristo entero e integral es cabeza y cuerpo. Por eso dice el Evangelio: Nadie ha subido al cielo, sino el Hijo del hombre, que está en el cielo. Y éste es el único hombre que puede perdonar los pecados.

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R/. Te ruego por ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti. También les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno.

V/. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo.

R/. Para que sean uno, como nosotros somos uno.

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11 de septiembre de 2008

Mi alma se consume y anhela

Jueves XXIII Semana del tiempo ordinario

Comentario sobre los salmos 83, de San Bruno

¡Qué deseables son tus moradas! Mi alma se consume y anhela llegar a los atrios del Señor, es decir, desea llegar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad del Dios vivo.

El salmista nos muestra cuál sea la razón por la que desea llegar a los atrios del Señor: «Lo deseo, Señor, Dios de los ejércitos celestiales, Rey mío y Dios mío, porque son dichosos los que viven en tu casa, la Jerusalén celestial». Es como si dijera: «¿Quién no anhelará llegar a tus atrios, siendo tú el mismo Dios, el Señor de los ejércitos, el Rey del universo? ¿Quién no anhelará penetrar en tu tabernáculo si son dichosos los que viven en tu casa?» Atrios y casa significan aquí lo mismo. Y cuando dice aquí dichosos ya se sobrentiende que tienen tanta dicha cuanta hombre es capaz de concebir. Por ello, son dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con un amor totalmente definitivo, que durará por los siglos de los siglos, es decir, eternamente; y no podrían alabar eternamente, sino fueran eternamente dichosos.

Esta dicha nadie puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su fuerza, y con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad, que es lo mismo que decir: única mente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio de la gracia divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad, como lo afirma el mismo Señor: Nadie ha subido al cielo - se entiende por sí mismo-, sino el Hijo del hombre que está en el cielo.

Afirmo que dispone su corazón para subir hasta esta suprema felicidad, porque, de hecho, el hombre se encuentra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo que, en comparación con la vida eterna, que viene a ser como un monte repleto de alegría, es un valle profundo donde abundan los sufrimientos y las tribulaciones.

Pero, como sea que el profeta declara dichoso al hombre que encuentra en ti su fuerza, podría alguien preguntarse: «¿Concede Dios su ayuda para conseguir esto?» A ello respondo: «Sin duda alguna, Dios concede a los santos este auxilio.» En efecto, nuestro legislador, Cristo, el mismo que nos dio la ley, nos ha dado y continuará dándonos sin cesar sus bendiciones; con ellas nos irá elevando hacia la dicha suprema, y así subiremos, de altura en altura, hasta que lleguemos a contemplar a Cristo, el Dios de los dioses; él nos divinizará en la futura Jerusalén del cielo: por esto, allí podremos contemplar al Dios de los dioses, es decir, a la Santa Trinidad en sus mismos santos; es decir, nuestra inteligencia sabrá descubrir en nosotros mismos a aquel Dios a quien nadie en este mundo pudo ver, y de esta forma Dios lo será todo en todos.

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R/. Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

V/. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro.

R/. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

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10 de septiembre de 2008

Grados de contemplación

Miércoles XXIII Semana del tiempo ordinario

Sermón 5 sobre diversas materias 4-5, de San Bernardo

Vigilemos en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis paso. Apoyados y afianzados en esta forma, veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.

Amadísimos hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano de Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.

Una vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas consideraciones, ya no nos ocupamos con amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.

Y, ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. Por eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma, hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más mínimo de la voluntad divina.

Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo.

En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: Que la propia consideración ponga inquietud y tristeza en nuestra alma, para conducirnos a la salvación, y que nos hallemos como en nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.

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R/. Primicia de la sabiduría es el temor del Señor, tienen buen juicio los que lo practican; la alabanza del Señor dura por siempre.

V/. El amor de la sabiduría es la observación de sus leyes, porque el temor del Señor es síntesis de la sabiduría.

R/. La alabanza del Señor dura por siempre.

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9 de septiembre de 2008

Velaré para escuchar lo que me dice

Martes XXIII Semana del tiempo ordinario


Sermón 5 sobre diversas materias 1-4, de San Bernardo

Leemos en el Evangelio que en cierta ocasión, al predicar el Salvador y al exhortar a sus discípulos a participar de su pasión comiendo sacramentalmente su carne, hubo quienes dijeron: Este modo de hablar es duro. Y dejaron ya de ir con él. Preguntados los demás discípulos si también ellos querían marcharse, respondieron: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

Lo mismo os digo yo, queridos hermanos. Hasta ahora para algunos es evidente que las palabras que dice Cristo son espíritu y son vida, y por eso lo siguen. A otros, en cambio, les parecen inaceptables y tratan de buscar al margen de él un mezquino consuelo. Está llamando la sabiduría por las plazas, en el espacioso camino que lleva a la perdición, para apartar de él a los que por él caminan.

Finalmente, dice: Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: «Es un pueblo de corazón extraviado». Yen otro salmo se lee: Dios ha hablado una vez. Es cierto: una sola vez. Porque siempre está hablando, ya que su palabra es una sola, sin interrupción, constante, eterna.

Esta voz hace reflexionar a los pecadores. Acusa los desvíos del corazón: y en él vive, y dentro de él habla. Está realizando, efectivamente, lo que manifestó por el profeta, cuando decía: Hablad al corazón de Jerusalén.

Ved, queridos hermanos, qué provechosamente nos advierte el salmista que, si escuchamos hoy su voz, no endurezcamos nuestros corazones. Casi idénticas palabras encontramos en el Evangelio y en el salmista. El Señor nos dice en el Evangelio: Mis ovejas escuchan mi voz. Y el santo David dice en el salmo: Su pueblo (evidentemente el del Señor), el rebaño que él guía, ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón».

Escucha, finalmente, las palabras del profeta Habacuc. No usa de eufemismos, sino de expresiones claras, pero que expresan solicitud, para dirigirse a su pueblo: Me pondré de centinela, en pie vigilaré, velaré para escuchar lo que me dice, qué responde a mis quejas. También nosotros, queridos hermanos, pongámonos de centinela, porque es tiempo de lucha.

Adentrémonos en lo íntimo del corazón, donde vive Cristo. Permanezcamos en la sensatez, en la prudencia, sin poner la confianza en nosotros, fiándonos de nuestra débil guardia.

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R/. Tuve presentes los mandamientos del Señor y no me aparté de sus preceptos. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

V/. Quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.

R/. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos.

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8 de septiembre de 2008

Nacimiento de Maria

Día 8 de Septiembre

Sermón 1: PG 97, 806-810, de San Andrés de Creta

Cristo es el fin de la ley: él nos hace pasar de la esclavitud de esta ley a la libertad del espíritu. La ley tendía hacia él como a su complemento; y él, como supremo legislador, da cumplimiento a su misión, transformando en espíritu la letra de la ley. De este modo, hacía que todas las cosas lo tuviesen a él por cabeza. La gracia es la que da vida a la ley y, por esto, es superior a la misma, y de la unión de ambas resulta un conjunto armonioso, conjunto que no hemos de considerar como una mezcla, en la cual alguno de los dos elementos citados pierda sus características propias, sino como una transmutación divina, según la cual todo lo que había de esclavitud en la ley se cambia en suavidad y libertad, de modo que, como dice el Apóstol, no vivamos ya esclavizados por lo elemental del mundo, ni sujetos al yugo y a la esclavitud de la ley.

Éste es el compendio de todos los beneficios que Cristo nos ha hecho; ésta es la revelación del designio amoroso de Dios: su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre. Convenía, pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos.

Un doble beneficio nos aporta este hecho: nos conduce a la verdad y nos libera de una manera de vivir sujeta a la esclavitud de la letra de la ley. ¿De qué modo tiene lugar esto? Por el hecho de que la sombra se retira ante la llegada de la luz, y la gracia sustituye a la letra de la ley por la libertad del espíritu. Precisamente la solemnidad de hoy representa el tránsito de un régimen al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo.

Que toda la creación, pues, rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día. Cielo y tierra se aúnen en esta celebración, y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por encima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor.

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R/. Celebremos, con devoción, en este día el nacimiento de María, Virgen perpetua y Madre de Dios cuya vida ilustre da esplendor a todas las Iglesias.

V/. Con todo el corazón y toda el alma, cantemos la gloria de Cristo en esta sagrada fiesta de María, la excelsa Madre de Dios.

R/. Cuya vida ilustre da esplendor a todas las Iglesias.

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Mucha paz tienen los que aman tus leyes

Lunes XXIII Semana del tiempo ordinario

Sermón sobre las bienaventuranzas 95,8-9, de San León Magno

Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas. Que huyan, pues, las tinieblas de la vanidad terrena y que los ojos del alma se purifiquen de las inmundicias del pecado, para que así puedan saciarse gozando en paz de la magnífica visión de Dios.

Pero para merecer este don es necesario lo que a continuación sigue: Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Esta bienaventuranza, amadísimos, no puede referirse a cualquier clase de concordia o armonía humana, sino que debe entenderse precisamente de aquella a la que alude el Apóstol cuando dice: Estad en paz con Dios, o a la que se refiere el salmista al afirmar: Mucha paz tienen los que aman tus leyes, y nada los hace tropezar.

Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada tiene que ver con el logro de esta paz. El amor del mundo y el amor de Dios no concuerdan entre sí, ni puede uno tener su parte entre los hijos de Dios si no se ha separado antes del consorcio de los que viven según la carne. Mas los que sin cesar se esfuerzan por mantener la unidad del Espíritu con el vinculo de la paz jamás se apartan de la ley divina, diciendo, por ello, fielmente en la oración: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Estos son los que obran la paz, éstos los que viven santamente unánimes y concordes, y por ello merecen ser llamados con el nombre eterno de hijos de Dios y coherederos con Cristo; todo ello lo realiza el amor de Dios y el amor del prójimo, y de tal manera lo realiza que ya no sienten ninguna adversidad ni temen ningún tropiezo, sino que, superado el combate de todas las tentaciones, descansan tranquilamente en la paz de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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R/. Tengamos para con Dios un corazón íntegro y sincero, hagamos su voluntad, guardemos sus mandamientos.

V/. En esto el amor de Dios llega a su plenitud.

R/. Hagamos su voluntad, guardemos sus mandamientos.

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7 de septiembre de 2008

La sabiduría cristiana

Domingo XXIII Semana del año

Sermón sobre las bienaventuranzas 95,6-8, de San León Magno

Después de esto, el Señor prosiguió, diciendo: Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Esta hambre no desea nada corporal, esta sed no apetece nada terreno; el bien del que anhela saciarse consiste en la justicia, y el objeto por el que suspira es penetrar en el conocimiento de los misterios ocultos, hasta saciarse del mismo Dios.

Feliz el alma que ambiciona este manjar y anhela esta bebida; ciertamente no la desearía si no hubiera gustado ya antes de su suavidad. De esta dulzura, el alma recibió ya una pregustación, al oír al profeta que le decía: Gustad y ved qué bueno es el Señor; con esta pregustación, tanto se inflamó en el amor de los placeres castos, que, abandonando todas las cosas temporales, sólo puso ya su afecto en comer y beber la justicia, adhiriéndose a aquel primer mandamiento que dice: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda el alma y con todas tus fuerzas. Porque amar la justicia no es otra cosa sino amar a Dios.

Y, como este amor de Dios va siempre unido al amor que se interesa por el bien del prójimo, el hambre de la justicia se ve acompañada de la virtud de la misericordia; por ello, se añade a continuación: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor.

Y porque todo será limpio para ti, a causa de la limosna, llegarás también a gozar de aquella otra bienaventuranza que te promete el Señor, como consecuencia de lo que hasta aquí se te ha dicho: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Gran felicidad es ésta, amadísimos hermanos, para la que se prepara un premio tan grande. Pues, ¿qué significa tener limpio el corazón, sino desear las virtudes de que antes hemos hablado? ¿Qué inteligencia puede llegar a concebir, o qué palabras lograrán explicar la grandeza de una felicidad que consiste en ver a Dios? Y es esto precisamente lo que se realizará cuando la naturaleza humana se transforme, y podamos contemplar la divinidad no confusamente en un espejo, sino cara a cara, viendo tal como es a aquél a quien ningún hombre jamás contempló; entonces lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar, lo alcanzaremos en el gozo inefable de una contemplación eterna.

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R/. Qué bondad tan grande, Señor, reservas para tus fieles, y concedes a los que a ti se acogen.

V/. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre lo puede pensar.

R/. Y concedes a los que a ti se acogen.

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