18 de octubre de 2008

San Lucas, evangelista

Día 18 de Octubre

Nacido de familia pagana, se convirtió a la fe y acompañó al apóstol Pablo, de cuya predicación es reflejo el evangelio que escribió. Es autor también del libro denominado Hechos de los apóstoles, en el que se narran los orígenes de la vida de la Iglesia hasta la primera prisión de Pablo en Roma.

Homilías sobre los Evangelios, 17,1-3 (PL 76, 1139), de San Gregorio Magno

Nuestro Señor y Salvador, hermanos muy amados, nos enseña unas veces con sus palabras, otras con sus obras. Sus hechos, en efecto, son normas de conducta, ya que con ellos nos da a entender tácitamente lo que debemos hacer. Manda a sus discípulos a predicar de dos en dos, ya que es doble el precepto de la caridad, a saber, el amor de Dios y el del prójimo.

El Señor envía a los discípulos a predicar de dos en dos, y con ello nos indica sin palabras que el que no tiene caridad para con los demás no puede aceptar, en modo alguno, el ministerio de la predicación.

Con razón se dice que los mandó por delante a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. En efecto, el Señor viene detrás de sus predicadores, ya que, habiendo precedido la predicación, viene entonces el Señor a la morada de nuestro interior, cuando ésta ha sido preparada por las palabras de exhortación, que han abierto nuestro espíritu a la verdad. En este sentido, dice Isaías a los predicadores: Preparadle un camino al Señor; allanad una calzada para nuestro Dios. Por esto, les dice también el salmista: Alfombrad el camino del que sube sobre el ocaso. Sobre el ocaso, en efecto, sube el Señor, ya que en el declive de su pasión fue precisamente cuando, por su resurrección, puso más plenamente de manifiesto su gloria. Sube sobre el ocaso, porque, con su resurrección, pisoteó la muerte que había sufrido. Por esto, nosotros alfombramos el camino del que sube sobre el ocaso cuando os anunciamos su gloria, para que él, viniendo a continuación, os ilumine con su presencia amorosa.

Escuchemos lo que dice el Señor a los predicadores que envía a sus campos: La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Por tanto, para una mies abundante son pocos los trabajadores; al escuchar esto, no podemos dejar de sentir una gran tristeza, porque hay que reconocer que, si bien hay personas que desean escuchar cosas buenas, faltan, en cambio, quienes se dediquen a anunciarlas. Mirad cómo el mundo está lleno de sacerdotes, y, sin embargo, es muy difícil encontrar un trabajador para la mies del Señor; porque hemos recibido el ministerio sacerdotal, pero no cumplimos con los deberes de este ministerio.

Pensad, pues, amados hermanos, pensad bien en lo que dice el Evangelio: Rogad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Rogad también por nosotros, para que nuestro trabajo en bien vuestro sea fructuoso y para que nuestra voz no deje nunca de exhortaros, no sea que, después de haber recibido el ministerio de la predicación, seamos acusados ante el justo Juez por nuestro silencio.


Cristo, el gozo de todos los corazones

Sábado XXVIII Semana del tiempo ordinario

Gaudium et spes 40.45, del Vaticano II

La compenetración de la ciudad terrestre con la ciudad celeste sólo es perceptible por la fe: más aún, es el misterio permanente de la historia humana, que, hasta el día de la plena revelación de la gloria de los hijos de Dios, seguirá perturbada por el pecado.

La Iglesia, persiguiendo la finalidad salvífica que es propia de ella, no sólo comunica al hombre la participación en la vida divina, sino que también difunde, de alguna manera, sobre el mundo entero la luz que irradia esta vida divina, principalmente sanando y elevando la dignidad de la persona humana, afianzando la cohesión de la sociedad y procurando a la actividad cotidiana del hombre un sentido más profundo, al impregnarla de una significación más elevada. Así la Iglesia, por cada uno de sus miembros y por toda su comunidad, cree poder contribuir ampliamente a humanizar cada vez más la familia humana y toda su historia.

Tanto si ayuda al mundo como si recibe ayuda de él, la Iglesia no tiene más que una sola finalidad: que venga reino de Dios y que se establezca la salvación de todo género humano. Por otra parte, todo el bien que el pueblo de Dios, durante su peregrinación terrena, puede procurar a la familia humana procede del hecho de que la Iglesia es el sacramento universal de la salvación, manifestando y actualizando, al mismo tiempo, el misterio del amor de Dios hacia el hombre.

Pues el Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó, a fin de salvar, siendo él mismo hombre perfecto, a todos los hombres y para hacer que todas las cosas tuviesen a él por cabeza. El Señor es el término de la historia humana, el punto hacia el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, el gozo de todos los corazones y la plena satisfacción de todos sus deseos. Él es aquel a quien el Padre resucitó de entre los muertos, ensalzó e hizo sentar a su derecha, constituyéndolo juez de los vivos y de los muertos. Vivificados y congregados en su Espíritu, peregrinamos hacia la consumación de la historia humana, que corresponde plenamente a su designio de amor: Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.

El mismo Señor ha dicho: Mira, llego en seguida y traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno su propio trabajo. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin.

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R/. Dios envió su palabra, anunciando la paz que traería Jesucristo; Él es el Señor de todos, y ningún otro puede salvar.

V/. Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos.

R/. Él es el Señor de todos, y ningún otro puede salvar.

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17 de octubre de 2008

San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir

Día 17 de Octubre

Ignacio fue el segundo sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Antioquía. Condenado a morir devorado por las fieras, fue trasladado a Roma y allí recibió la corona de su glorioso martirio el año 107, en tiempos del emperador Trajano. En su viaje a Roma, escribió siete cartas, dirigidas a varias Iglesias, en las que trata sabia y eruditamente de Cristo, de la constitución de la Iglesia y de la vida cristiana. Ya en el siglo IV, se celebraba en Antioquía su memoria el mismo día de hoy.

Carta a los Romanos (Caps 4,1-2; 6,1-8,3: Funk 1,217-223), de San Ignacio de Antioquía

Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios.

De nada me servirían los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el deseo que me apremia.

El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre». No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible.

No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido.

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R/. Nada os es desconocido si mantenéis de un modo perfecto, en Jesucristo, la fe y la caridad, que son el principio y el fin de la vida: El principio es la fe, el fin la caridad.

V/. Revestíos de mansedumbre y convertíos en criaturas nuevas por medio de la fe, que es como la carne del Señor, y por medio de la caridad, que es como su sangre.

R/. El principio es la fe, el fin la caridad.

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Seamos una ofrenda pura

Viernes XXVIII Semana del tiempo ordinario

Ciudad de Dios 10,6, de San Agustín

Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera felicidad. Por ello, incluso la misma misericordia que nos mueve a socorrer al hermano, si no se hace por Dios, no puede llamarse sacrificio. Porque, aun siendo el hombre quien hace o quien ofrece el Sacrificio éste, sin embargo, es una acción divina, como nos lo indica la misma palabra con la cual llamaban los antiguos latinos a esta acción. Por ello, puede afirmarse que incluso el hombre es verdadero sacrificio cuando está consagrado a Dios por el bautismo y está dedicado al Señor, ya que entonces muere al mundo y vive para Dios. Esto, en efecto, forma parte de aquella misericordia que cada cual debe tener para consigo mismo, según está escrito: Ten compasión de tu alma agradando a Dios.

Si, pues, las obras de misericordia para con nosotros mismos o para con el prójimo, cuando están referidas a Dios, son verdadero sacrificio, y, por otra parte, sólo son obras de misericordia aquellas que se hacen con el fin de librarnos de nuestra miseria y hacernos felices (cosa que no se obtiene sino por medio de aquel bien, del cual se ha dicho: Para mí lo bueno es estar junto a Dios), resulta claro que toda la ciudad redimida, es decir, la congregación o asamblea de los santos, debe ser ofrecida a Dios como un sacrificio universal por mediación de aquel gran sacerdote que se entregó a sí mismo por nosotros, tomando la condición de esclavo, para que nosotros llegáramos ser cuerpo de tan sublime cabeza. Ofreció esta forma esclavo y bajo ella se entregó a sí mismo, porque sólo según ella pudo ser mediador, sacerdote y sacrificio.

Por esto, nos exhorta el Apóstol a que ofrezcamos nuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable, y a que no nos conformemos con este siglo, sino que nos reformemos en la novedad de nuestro espíritu. Y para probar cuál es la voluntad de Dios y cuál el bien y el beneplácito y la perfección, ya que todo este sacrificio somos nosotros, dice: Por la gracia de Dios que me ha sido dada os digo a todos y a cada uno de vosotros: No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada uno. Pues así como nuestro cuerpo, en unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros. Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

Éste es el sacrificio de los cristianos: la reunión de muchos, que formamos un solo cuerpo en Cristo. Este misterio es celebrado también por la Iglesia en el sacramento del altar, del todo familiar a los fieles, donde se de muestra que la Iglesia, en la misma oblación que hace, se ofrece a sí misma.

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R/. ¿Con qué me acercaré al Señor? Te han explicado, hombre, el bien, lo que Dios desea de ti: Simplemente que respetes el derecho, que ames la misericordia, y que andes humilde con tu Dios.

V/. Del Señor, tu Dios, son los cielos, la tierra y todo cuanto la habita; ahora, ¿qué es lo que te exige el Señor, tu Dios?

R/. Simplemente que respetes el derecho, que ames la misericordia, y que andes humilde con tu Dios.

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16 de octubre de 2008

Un corazón amante

Jueves XXVIII Semana del tiempo ordinario

Tratados sobre el evangelio de san Juan 26,4-6, de San Agustín

Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre. No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. Ni debemos temer el reproche que, en razón de estas palabras evangélicas de la Escritura, pudieran hacernos algunos hombres, los cuales, fijándose sólo en la materialidad de las palabras, están muy ajenos al verdadero sentido de las cosas divinas. En efecto, tal vez nos dirán: «¿Cómo puedo creer libremente si soy atraído?» Y yo les respondo: «Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer».

¿Qué significa ser atraídos con placer? Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Existe un apetito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcísimo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: «Cada cual va en pos de su apetito», no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, si sabemos que el deleite del hombre es la verdad, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo?

¿Acaso tendrán los sentidos su deleite y dejará de tenerlos el alma? Si el alma no tuviera sus deleites, ¿cómo podría decirse: Los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias, porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz?

Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón, y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo.

Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que «cada cual va en pos de su apetito», ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? Y ¿para qué desea tener sano el paladar de la inteligencia sino para descubrir y juzgar lo que es verdadero, para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad y la eternidad?

«Dichosos, por tanto -dice-, los que tienen hambre y sed de la justicia - entiende, aquí en la tierra-, porque -allí, en el cielo- ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos. ¿Dónde? En la resurrección de los muertos, porque yo los resucitaré en el último día».

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R/. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.

V/. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.»

R/. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.

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Santa Eduvigis, monja

Día 16 de Octubre

Nació en Baviera hacia el año 1174; se casó con el príncipe de Silesia, del que tuvo siete hijos. Llevó una vida de piedad, dedicándose a socorrer a pobres y enfermos, fundando para ellos lugares de asilo. Al morir su esposo, ingresó en el monasterio de Trebnitz, donde murió el año 1243.


De la Vida de santa Eduvigis, escrita por un autor contemporáneo

(Acta Sanctorum Octobris 8 [1853], 201-202)

Sabiendo la sierva de Dios que aquellas piedras vivas destinadas a ser colocadas en el edificio de la Jerusalén celestial deben ser pulimentadas en este mundo con los golpes repetidos del sufrimiento, y que para llegar a aquella gloria celestial y patria gloriosa hay que pasar por muchas tribulaciones, se puso toda ella a merced de las aguas de los padecimientos y trituró sin compasión su cuerpo con toda clase de mortificaciones. Eran tan grandes los ayunos y abstinencias que practicaba cada día, que muchos se admiraban de que una mujer tan débil y delicada pudiera soportar semejante sacrificio.

Cuanto más grande era su denuedo en mortificar el cuerpo, sin faltar por eso a la debida discreción, tanto más crecía el vigor de su espíritu y tanto más aumentaba su gracia, tomando nuevo incremento el fuego de su devoción y de su amor a Dios. Muchas veces la invadía un deseo tan ardiente de las cosas celestiales y de Dios, que quedaba sin sentido y ni se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

Al mismo tiempo que el afecto de su mente tendía siempre hacia Dios, sus sentimientos de piedad la inclinaban hacia el prójimo, impulsándola a dar abundantes limosnas a los pobres y a socorrer a las asociaciones o personas religiosas, ya viviesen dentro o fuera de los monasterios, como también a las viudas y a los niños, a los enfermos y a los débiles, a los leprosos y a los encarcelados, a los peregrinos y a las mujeres lactantes necesitadas, sin permitir nunca que marchase con las manos vacías cualquiera que acudía a ella en busca de ayuda.

Y, porque esta sierva de Dios nunca dejó de practicar las buenas obras que estaban en su mano, Dios le concedió la gracia de que, cuando sus recursos humanos llegaban a ser insuficientes para llevar a cabo sus actividades, la fuerza de Dios y de la pasión de Cristo la hiciera capaz de realizar lo que demandaban de ella las necesidades del prójimo. Así pudo, según el beneplácito de la voluntad divina, auxiliar a todos los que acudían a ella en petición de ayuda corporal o espiritual.

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R/. Se ciñe la cintura con firmeza y despliega la fuerza de sus brazos, por esto su lámpara nunca se apagará.


V/. Le sacó gusto a su tarea de buscar la sabiduría de Dios.


R/. Por esto su lámpara nunca se apagará.

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15 de octubre de 2008

La palabra de Dios ilumina a todos los hombres

Miercoles XXVIII Semana del tiempo ordinario

Cuestión 63, a Talasio, de San Máximo Confesor

La lámpara colocada sobre el candelero, de la que habla la Escritura, es nuestro Señor Jesucristo, luz verdadera del Padre, que, viniendo a este mundo, alumbra a todo hombre; al tomar nuestra carne, el Señor se ha convertido en lámpara y por esto es llamado «luz», es decir, Sabiduría y Palabra del Padre y de su misma naturaleza. Como tal es proclamado en la Iglesia por la fe y por la piedad de los fieles. Glorificado y manifestado ante las naciones por su vida santa y por la observancia de los mandamientos, alumbra a todos los que están en la casa (es decir, en este mundo), tal como lo afirma en cierto lugar esta misma Palabra de Dios: No se enciende una lámpara para meterla debajo el celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Se llama sí mismo claramente lámpara, como quiera que, siendo Dios por naturaleza, quiso hacerse hombre por una dignación de su amor.

Según mi parecer, también el gran David se refiere esto cuando, hablando del Señor, dice: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Con razón, pues, la Escritura llama lámpara a nuestro Dios y Salvador, ya que él nos libra de las tinieblas de la ignorancia y del mal.

Él, en efecto, al disipar, a semejanza de una lámpara, la oscuridad de nuestra ignorancia y las tinieblas de nuestro pecado, ha venido a ser como un camino de salvación para todos los hombres: con la fuerza que comunica y con el conocimiento que otorga, el Señor conduce hacia el Padre a quienes con él quieren avanzar por el camino de la justicia y seguir la senda de los mandatos divinos. En cuanto al candelero, hay que decir que significa la santa Iglesia, la cual, con su predicación, hace que la palabra luminosa de Dios brille e ilumine a los hombres del mundo entero, como si fueran los moradores de la casa, y sean llevados de este modo al conocimiento de Dios con los fulgores de la verdad.

La palabra de Dios no puede, en modo alguno, quedar oculta bajo el celemín; al contrario, debe ser colocada en lo más alto de la Iglesia, como el mejor de sus adornos. Si la palabra quedara disimulada bajo la letra de la ley, como bajo un celemín, dejaría de iluminar con su luz eterna a los hombres. Escondida bajo el celemín, la palabra ya no sería fuente de contemplación espiritual para los que desean librarse de la seducción de los sentidos, que, con su engaño, nos inclinan a captar solamente las cosas pasajeras y materiales; puesta, en cambio, sobre el candelero de la Iglesia, es decir, interpretada por el culto en espíritu y verdad, la palabra de Dios ilumina a todos los hombres.

La letra, en efecto, si no se interpreta según su sentido espiritual, no tiene más valor que el sensible y está limitada a lo que significan materialmente sus palabras, sin que el alma llegue a comprender el sentido de lo que está escrito.

No coloquemos, pues, bajo el celemín, con nuestros pensamientos racionales, la lámpara encendida (es decir, la palabra que ilumina la inteligencia), a fin de que no se nos pueda culpar de haber colocado bajo la materialidad de la letra la fuerza incomprensible de la sabiduría; coloquémosla, más bien, sobre el candelero (es decir, sobre la interpretación que le da la Iglesia), en lo más elevado de la genuina contemplación; así iluminará a todos los hombres con los fulgores de la revelación divina.

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R/. Caminad mientras tenéis luz, antes que os sorprendan las tinieblas. Mientras hay luz, fiaos de la luz, para que seáis hijos de la luz.

V/. Yo he venido a este mundo para que los que no ven vean.

R/. Mientras hay luz, fiaos de la luz, para que seáis hijos de la luz.

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Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia

Día 15 de Octubre

Nace Teresa en Ávila el 28 de marzo de 1515. A los dieciocho años, entra en el Carmelo. A los cuarenta y cinco años, para responder a las gracias extraordinarias del Señor, emprende una nueva vida cuya divisa será: «O sufrir o morir». Es entonces cuando funda el convento de San José de Ávila, primero de los quince Carmelos que establecerá en España. Con san Juan de la Cruz, introdujo la gran reforma carmelitana. Sus escritos son un modelo seguro en los caminos de la plegaria y de la perfección. Murió en Alba de Tormes, al anochecer del 4 de octubre de 1582. Pablo VI la declaró doctora de la Iglesia el 27 de septiembre de 1970.

Del Libro de su vida (Cap. 22,6-7.12.14), de Santa Teresa de Ávila

Con tan buen amigo presente -nuestro Señor Jesucristo-, con tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo su Majestad se deleita.

Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que no queramos otro camino, aunque estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. Él lo enseñará; mirando su vida, es el mejor dechado.

¿Qué más queremos que un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe de sí. Miremos al glorioso san Pablo, que no parece se le caía de la boca siempre Jesús, como quien le tenía bien en el corazón. Yo he mirado con cuidado, después que esto he entendido, de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro camino: san Francisco, san Antonio de Padua, san Bernardo, santa Catalina de Siena.

Con libertad se ha de andar en este camino, puestos en las manos de Dios; si su Majestad nos quisiere subir a ser de los de su cámara y secreto, ir de buena gana.

Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene: que amor saca amor. Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar, porque, si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón de este amor, sernos ha todo fácil, y obraremos muy en breve y muy sin trabajo.

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R/. Los que se alejan de ti, Señor, se pierden. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio.

V/. El que se une al Señor es un espíritu con él.

R/. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio

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14 de octubre de 2008

Luz perenne en el templo del Pontífice eterno

Martes XXVIII Semana del tiempo ordinario

Instrucción 12, Sobre la compunción 2-3, de San Columbano

¡Cuán dichosos son los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentra en vela! Feliz aquella vigilia en la cual se espera al mismo Dios y Creador del universo, que todo lo llena y todo lo supera.

¡Ojalá se dignara el Señor despertarme del sueño de mi desidia, a mí, que, aun siendo vil, soy su siervo! Ojalá me inflamara en el deseo de su amor inconmensurable y me encendiera con el fuego de su divina caridad!; resplandeciente con ella, brillaría más que los astros, y todo mi interior ardería continuamente con este divino fuego.

¡Ojalá mis méritos fueran tan abundantes que mi lámpara ardiera sin cesar, durante la noche, en el templo de mi Señor e iluminara a cuantos penetran en la casa de mi Dios! Concédeme, Señor, te lo suplico en nombre de Jesucristo, tu Hijo y mi Dios, un amor que nunca mengüe, para que con él brille siempre mi lámpara y no se apague nunca, y sus llamas sean para mí fuego ardiente y para los demás luz brillante.

Señor Jesucristo, dulcísimo Salvador nuestro, dígnate encender tú mismo nuestras lámparas, para que brillen sin cesar en tu templo y de ti, que eres la luz perenne, reciban ellas la luz indeficiente con la cual se ilumine nuestra oscuridad, y se alejen de nosotros las tinieblas del mundo.

Te ruego, Jesús mío, que enciendas tan intensamente mi lámpara con tu resplandor que, a la luz de una claridad tan intensa, pueda contemplar el santo de los santos que está en el interior de aquel gran templo, en el cual tú, Pontífice eterno de los bienes eternos, has penetrado; que allí, Señor, te contemple continuamente y pueda así desearte, amarte y quererte solamente a ti, para que mi lámpara, en tu presencia, esté siempre luciente y ardiente.

Te pido, Salvador amantísimo, que te manifiestes a nosotros, que llamamos a tu puerta, para que, conociéndote, te amemos sólo a ti y únicamente a ti; que seas tú nuestro único deseo, que día y noche meditemos sólo en ti, y en ti únicamente pensemos. Alumbra en nosotros un amor inmenso hacia ti, cual corresponde a la caridad con la que Dios debe ser amado y querido; que esta nuestra dilección hacia ti invada todo nuestro interior y nos penetre totalmente, y, hasta tal punto inunde todos nuestros sentimientos, que nada podamos ya amar fuera de ti, el único eterno. Así, por muchas que sean las aguas de la tierra y del firmamento, nunca llegarán a extinguir en nosotros la caridad, según aquello que dice la Escritura: Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor.

Que esto llegue a realizarse, al menos parcialmente, por don tuyo, Señor Jesucristo, a quien pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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R/. Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor.

V/. Tu sol ya no se pondrá, ni menguará tu luna.

R/. Será el Señor tu luz perpetua, y tu Dios será tu esplendor.

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San Calixto I, papa y mártir

Día 14 de Octubre

Del tratado a Fortunato (Cap. 13; CSEL 3,346-347), de San Cipriano

Los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá ¿Quién, por tanto, no pondrá por obra todos los remedios a su alcance para llegar a una gloria tan grande, para convertirse en amigo de Dios para tener parte al momento en el gozo de Cristo, para recibir la recompensa divina después de los tormentos y suplicios terrenos?

Si los soldados de este mundo consideran un honor volver victoriosos a su patria después de haber vencido al enemigo, un honor mucho más grande y valioso es volver triunfante al paraíso después de haber vencido al demonio y llevar consigo los trofeos de victoria a aquel mismo lugar de donde fue expulsado Adán por su pecado -arrastrando en el cortejo triunfal al mismo que antes lo había engañado-, ofrecer al Señor, como un presente de gran valor a sus ojos, la fe inconmovible, la incolumidad de la fuerza del espíritu, la alabanza manifiesta de la propia entrega, acompañarlo cuando comience a venir para tomar venganza de sus enemigos, estar a su lado cuando comience a juzgar, convertirse en heredero junto con Cristo, ser equiparado a los ángeles, alegrarse con los patriarcas, los apóstoles y los profetas por la posesión del reino celestial. ¿Qué persecución podrá vencer estos pensamientos, o qué tormentos superarlos?

La mente que se apoya en santas meditaciones persevera firme y segura y se mantiene inconmovible frente a todos los terrores diabólicos y amenazas del mundo, ya que se halla fortalecida por una fe cierta y sólida en el premio futuro. En la persecución se cierra el mundo, pero se abre el cielo; amenaza el anticristo, pero protege Cristo; se inflige la muerte, pero sigue la inmortalidad. ¡Qué gran dignidad y seguridad, salir contento de este mundo, salir glorioso en medio de la aflicción y la angustia, cerrar en un momento estos ojos con los que vemos a los hombres y el mundo para volverlos a abrir en seguida y contemplar a Dios y a Cristo! ¡Cuán rápidamente se recorre este feliz camino! Se te arranca repentinamente de a tierra, para colocarte en el reino celestial.

Estas consideraciones son las que deben impregnar nuestra mente, esto es lo que hay que meditar día y noche. Si la persecución encuentra así preparado al soldado de Dios, su fuerza, dispuesta a la lucha, no podrá ser venida. Y aun en el caso de que llegue antes la llamada de Dios, no quedará sin premio una fe que estaba dispuesta al martirio; sin pérdida de tiempo, Dios, que es el juez, dará la recompensa; porque en tiempo de persecución se premia el combate, en tiempo de paz la buena conciencia.

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R/. Tened cuidado del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su Hijo.

V/. En un administrador, lo que se busca es que sea fiel.

R/. Como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su Hijo.

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13 de octubre de 2008

Haced esto en memoria mía

Lunes XXVIII Semana del tiempo ordinario

Tratado contra Fabiano 28,16-19, de San Fulgencio de Ruspe

Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que nos mandó el Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía». Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Y , porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos para el pecado vivamos para Dios.

El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.

Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y, revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo, beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.

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R/. Jesús, tomando pan, pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.»

V/. Éste es el pan que ha bajado del cielo; el que come este pan vivirá para siempre.

R/. «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.»

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12 de octubre de 2008

Mi nombre entre las naciones

Domingo XXVIII Semana del tiempo ordinario

Comentario sobre el libro del profeta Ageo 14, de San Cirilo de Alejandría

La venida de nuestro Salvador en el tiempo fue como la edificación de un templo sobremanera glorioso; este templo, si se compara con el antiguo, es tanto más excelente y preclaro cuanto el culto evangélico de Cristo aventaja al culto de la ley o cuanto la realidad sobrepasa a sus figuras.

Con referencia a ello, creo que puede también afirmarse lo siguiente: El templo antiguo era uno solo, estaba edificado en un solo lugar, y sólo un pueblo podía ofrecer en él sus sacrificios. En cambio, cuando el Unigénito se hizo semejante a nosotros, como el Señor es Dios: él nos ilumina, según dice la Escritura, la tierra se llenó de templos santos y de adoradores innumerables, que veneran sin cesar al Señor del universo con sus sacrificios espirituales y sus oraciones. Esto es, según mi opinión, lo que anunció Malaquías en nombre de Dios, cuando dijo: Yo soy el Gran Rey -dice el Señor-, y mi nombre es respetado en las naciones; en todo lugar ofrecerán incienso a mi nombre, una ofrenda pura.

En verdad, la gloria del nuevo templo, es decir, de la Iglesia, es mucho mayor que la del antiguo. Quienes se desviven y trabajan solícitamente en su edificación obtendrán, como premio del Salvador y don del cielo, al mismo Cristo, que es la paz de todos, por quien podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu; así lo declara el mismo Señor, cuando dice: En este sitio daré la paz a cuantos trabajen en la edificación de mi templo. De manera parecida, dice también Cristo en otro lugar: Mi paz os doy. Y Pablo, por su parte, explica en qué consiste esta paz que se da a los que aman, cuan do dice: La paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús. También oraba en este mismo sentido e sabio profeta Isaías, cuando decía: Señor, tú nos dará la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú. Enriquecidos con la paz de Cristo, fácilmente conservaremos la vida del alma y podremos encaminar nuestra voluntad a la consecución de una vida virtuosa.

Por tanto, podemos decir que se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación de este templo, ya sea que su trabajo consista en edificar la Iglesia en el oficio de catequistas de los sagrados misterios, es decir, colocados al frente de la casa de Dios como mistagogos, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales en la construcción del templo santo, morada de Dios por el Espíritu. Todos estos esfuerzos lograrán, sin duda, su finalidad, y quienes actúen de esta forma alcanzarán sin dificultad la salvación de su alma.

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R/. Dichosos los que viven en tu casa, Señor, alabándote siempre.

V/. Aquel día se incorporarán al Señor muchos pueblos y serán pueblo mío.

R/. Alabándote siempre.

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Virgen del Pilar

Día 12 de octubre

De la exhortación apostólica Marialis cultus (AAS 66[1974], 113-168), de Pablo VI

La piedad de la Iglesia hacia la santísima Virgen María es un elemento intrínseco del culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar -desde el saludo y la bendición de Dios hasta las expresiones de alabanza y súplica de nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de que la lex orandi de la Iglesia es una invitación a reavivar el conciencias su lex credendi. Y viceversa: la lex credendi de la Iglesia requiere que por todas partes florezca lozana su lex orandi en relación con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces profundas en la palabra revelada de sólidos fundamentos dogmáticos.

La misión maternal de la Virgen empuja al pueblo de Dios a dirigirse con filial confianza a aquella que está siempre dispuesta a acoger sus peticiones con afecto de madre y con eficaz ayuda de auxiliadora; por eso los cristianos la invocan desde antiguo como «Consoladora de los afligidos», «Salud de los enfermos», «Refugio de los pecadores», para obtener consuelo en la tribulación, alivio en la enfermedad, fuerza liberadora de la esclavitud del pecado; porque ella, libre de toda mancha de pecado, conduce a sus hijos a vencer con enérgica determinación el pecado. Y, hay que afirmarlo una y otra vez, esta liberación del mal y de la esclavitud del pecado es la condición previa y necesaria para toda renovación de las costumbres cristianas.

La santidad ejemplar de la Virgen mueve a los fieles a levantar los ojos hacia María, «que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes». Virtudes sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de la palabra de Dios; la obediencia generosa; la humildad sincera; la caridad solícita; la sabiduría reflexiva; la piedad hacia Dios, pronta al cumplimiento de los deberes religiosos, agradecida por los bienes recibidos, que ofrece en el templo, que ora en la comunidad apostólica; la fortaleza en el destierro, en el sufrimiento; la pobreza llevada con dignidad y confianza en el Señor; el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz; la delicadeza previsora; la castidad virginal; el fuerte y casto amor conyugal. De estas virtudes de la Madre se adornarán los hijos que con tenaz propósito contemplan sus ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y fruto maduro de aquella eficacia pastoral que brota del culto tributado a la Virgen.

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R/. La Virgen piadosa nos concedió la confianza cierta en su protección. Ella misma eligió este lugar, al que llegan, para orar, fieles de todo el mundo.

V/. Salte de júbilo nuestra nación, agradecida por la visita de la Virgen María.

R/. Ella misma eligió este lugar, al que llegan, para orar, fieles de todo el mundo.

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