9 de diciembre de 2008

La Iglesia, peregrina

Martes II Semana del Adviento

De Lumen Gentium 48, Vaticano II

La Iglesia, a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección, sino cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas y cuando, con el género humano, también el universo entero -que está íntimamente unido al hombre y por él alcanza su fin- será perfectamente renovado en Cristo.

Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; habiendo resucitado de entre los muertos, envió su Espíritu vivificador sobre sus discípulos, y por él constituyó a su cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación. Ahora, sentado a la diestra del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia, y por ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa.

Por tanto, la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia, en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que, con la esperanza de los bienes futuros, llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y trabajamos por nuestra salvación.

La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza verdaderamente a realizarse, en cierto modo, en el siglo presente, pues la Iglesia, ya en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta, santidad.

Y hasta que lleguen los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que tendrá su morada la justicia, la Iglesia peregrinante -en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo- lleva consigo la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas, que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios.

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R/. Aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa.

V/. Llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios.

R/. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa.

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