10 de marzo de 2008

La liberación eterna.

Lunes V Semana de Cuaresma

Comentario al Salmo 129, de San Juan Fisher


Cristo Jesús es nuestro sumo sacerdote, y su precioso cuerpo, que inmoló en el ara de la Cruz por la salvación de todos los hombres, es nuestro sacrificio. La sangre que se derramó para nuestra redención no fue la de los terneros y los machos cabríos (como en la ley antigua), sino la del inocentísimo cordero Cristo Jesús, nuestro salvador.

El templo en el que nuestro sumo sacerdote ofrecía el sacrificio no era de mano de hombres, sino que había sido levantado por el solo poder de Dios: pues derramó su sangre a la vista del mundo: un templo ciertamente edificado por la sola mano de Dios.

Y este templo tiene dos partes: una es la tierra, que ahora nosotros habitamos; la otra sigue siéndonos aún desconocida a nosotros mortales.

Así, primero, ofreció su sacrificio aquí en la tierra, cuando sufrió la más acerba muerte. Luego, cuando revestido de la nueva vestidura de la inmortalidad, entró por su propia sangre en el Santo de los Santos, o sea, en el cielo; allí donde presentó ante el trono del Padre celestial aquella sangre de inmenso valor que había derramado una vez para siempre en favor de todos los hombres pecadores.

Este sacrificio resultó tan grato y aceptable a Dios, que así que lo hubo visto, compadecido inmediatamente de nosotros, no pudo menos que otorgar su perdón a todos los verdaderos penitentes.

Es además perenne: de forma que no sólo cada año (como entre los judíos se hacía), sino también cada día, y hasta cada hora y cada instante, sigue ofreciéndose para nuestro consuelo, para que no dejemos de tener la ayuda más imprescindible.

Por lo que el Apóstol añade: consiguiendo la liberación eterna.

De este santo sacrificio, santo y definitivo, se hacen partícipes todos aquellos que llegaron a tener verdadera contrición y aceptaron la penitencia por sus crímenes, que con firmeza decidieron no repetir en adelante sus maldades, sino que perseveran con constancia en el inicial propósito de las virtudes. Sobre lo que San Juan se expresa en estos términos: Hijitos míos, os escribo todo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

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R/. Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!

V/. Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros.

R/. ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!

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