14 de marzo de 2008

Jesucristo, oblación y víctima, sacerdote, sacrificio y templo

Viernes V Semana de Cuaresma

Regla de la verdadera fe a Pedro 22,63, de San Fulgencio de Ruspe


En los sacrificios de víctimas carnales que la Santa Trinidad, que es el mismo Dios del antiguo y del nuevo Testamento, había exigido que le fueran ofrecidos por nuestros padres, se significaba ya el don gratísimo de aquel sacrificio con el que el Hijo único de Dios había de inmolarse a sí mismo misericordiosamente por nosotros.

Pues, según la doctrina apostólica, se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. Él fue quien como Dios verdadero y verdadero sumo sacerdote que era, penetró una sola vez en el santuario, no con la sangre de los toros y los machos cabríos, sino con la suya propia. Esto era precisamente lo que significaba aquel sumo sacerdote que entraba cada año con la sangre en el Santo de los Santos.

Él es quien en sí mismo poseía todo lo que era necesario para que se efectuara nuestra redención, es decir, él mismo fue el sacerdote y el sacrificio; él mismo, Dios y el templo: el sacerdote por cuyo medio nos reconciliamos, el sacrificio que nos reconcilia, el templo en el que nos reconciliamos, el Dios con quien nos hemos reconciliado.

Como sacerdote, sacrificio y templo, actuó solo, porque aunque era Dios quien realizaba estas cosas, no obstante las realizaba en su forma de siervo; en cambio, en lo que realizó como Dios, en la forma de Dios, lo realizó conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

Ten, pues, por absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempos del antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea, en el tiempo del Testamento nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del pan y del vino, con fe y caridad.

Así, pues, en aquellas víctimas carnales se significaba la carne y la sangre de Cristo; la carne, que él mismo, sin pecado como se hallaba, había de ofrecer por nuestros pecados, y la sangre que había de derramar en remisión de nuestros pecados; en cambio, en este sacrificio se trata de la acción de gracias y del memorial de la carne que él mismo ofreció por nosotros, y de la sangre, que, siendo como era Dios, derramó por nosotros. Sobre esto afirma el bienaventurado Pablo en los Hechos de los apóstoles: Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre.

Por tanto, aquellos sacrificios eran figura y signo de lo que se nos daría en el futuro; en este sacrificio, en cambio, se nos muestra de modo evidente lo que ya nos has sido dado.

En aquellos sacrificios se anunciaba de antemano al Hijo de Dios, que había de morir a manos de los impíos; en éste se le anuncia ya muerto por ellos, como atestigua el Apóstol al decir: Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; y añade: Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.

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R/. Vosotros estabais antes alejados de Dios y erais enemigos suyos por la mentalidad que engendraban vuestras malas acciones; ahora, en cambio, Dios os ha reconciliado, gracias a la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo de carne, para hacernos santos, sin mancha y sin reproche en su presencia.

V/. Dios constituyó a Cristo sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre.

R/. Para hacernos santos, sin mancha y sin reproche en su presencia.

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