31 de marzo de 2008

La Anunciación a María. Encarnación del Verbo

Día 25 de Marzo

Carta 28, a Flaviano,3-4 (PL 54,763-767), de San León Magno, papa


La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la mortalidad; y, para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de este modo, como convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal, por la conjunción en él de esta doble condición.

El que es Dios verdadero nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza humana, conservando la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra esencia humana. Y, al decir nuestra esencia humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que él asume para restaurarla.

Esta naturaleza nuestra quedó viciada cuando el hombre se dejó engañar por el maligno, pero ningún vestigio de este vicio original hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. Él, en efecto, aunque hizo suya nuestra misma debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados.

Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento suyo -por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales- fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder. Por tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de esclavo.

Y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo, bajando desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas.

En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Ni Dios sufre cambio alguno con esta dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la carne lo que es propio de la carne.

En cuanto que es la Palabra, brilla por sus milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así cómo la Palabra retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza propia de nuestra raza.

La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre. Es Dios, porque en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

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R/. Recibe, Virgen María, la palabra del Señor, que te ha sido comunicada por el ángel: Concebirás y darás a luz al que es Dios y hombre juntamente. Por eso te llamarán bendita entre las mujeres. Aleluya.


V/. Darás a luz un hijo, sin detrimento de tu virginidad; quedarás grávida y serás madre, permaneciendo intacta.

R/. Por eso te llamarán bendita entre las mujeres. Aleluya.

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2 comentarios:

ecazes dijo...

Me encantó la etiqueta: "Intercambio de Naturalezas".
¿Como es eso?

Miriam dijo...

A ver... Con "doble naturaleza" nos referimos a Jesucristo, en quien se une la naturaleza divina y la naturaleza humana. Esta afirmación es tradicionalmente conocida y no supone ningún problema de ortodoxia.
Cuando digo "intercambio de naturalezas" nos referimos a que el Verbo de Dios aporta la naturaleza divina a la naturaleza humana y la humanidad aporta la naturaleza humana a Dios. Es casi lo mismo, pero diciendo intercambio señalamos algo que, generalmente, fuera de las personas con una cierta formación, se pasa por alto.

Si Cristo se ha encarnado, nos repiten con frecuencia los padres de la Iglesia, es para dar al hombre su divinidad, o, dicho en lenguaje más familiar, para hacer al hombre hijo de Dios. De tal manera que el cristiano, ungido por el Espíritu Santo, deviene "realmente" hino de Dios en Cristo Jesús. La unción del Espíritu Santo dona al cristiano el Don esencial: El mismo Espíritu del Hijo que nos hace, con él, hijos del mismo Padre. Así pues, el el cristiano redimido por Cristo y santificado por el Espíritu tiene en si ya la doble naturaleza, la humana y la divina. Si leemos cuidadosamente los textos que van apareciendo en las lecturas patrísticas que vamos aportando en el blog, veremos que esto está expresado con claridadç en ocasiones diversas. Los dones del Espíritu Santo, no son confites que nos han caído del Cielo, sino que son el signo y la consecuencia de la presencia real del Espíritu Santo en el corazón del cristiano, cuya realidad se manifestará en su plenitud gloriosa en la "Resurrección final".
Es ESO MISMO lo que significa la SALVACIÓN. Es uno de los ejes del pensamiento de los Padres el decir que "Dios se ha hecho hombre para hacer del hombre, Dios. Realizado primeramente en Jesús, pero para beneficio de todo el género humano. Eso es lo que conlleva el don del Espíritu Santo.
Cristo sigue encarnado en nosotros hasta el fin del mundo;
en nosotros que somos su cuerpo, y que con la cabeza, Jesús, formamos el "Cristo total".
Misterio que solo se puede comprender viviendo en unión con Cristo, en el seguimiento fiel a Cristo Jesús.
Dejar que Cristo sea en nosotros "Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí, y mi vida de ahora en la carne, la vivo por la fe en Cristo..." Y quede claro que esto no supone una perdida de nuestra identidad, sino, todo lo contrario, el descubrimiento de nuestra verdadera identidad: "Le daré una piedrecita blanco con un nombre que solo él conocerá...." Así la unidad con Dios no destruye la multiplicidad, sino que le da su verdfadera realidad -por decirlo de alguna manera.